miércoles, 23 de junio de 2010

La Muerte del Coronel Guillermo Andrade.

¿Es cierto que la furia me trajo a esto?
¿O fue simplemente el amor que sentía?
¿Es cierto que me dejé llevar por mis instintos ciegos en vez de razonar?
Los grilletes me lastiman muñecas y tobillos, pero me siguen obligando a caminar, no puedo detenerme.
El frío y oscuro pasillo se asemeja más a la boca de un lobo que a la verdadera construcción y da la fea sensación de miedo y desesperación.
No hay más luz que dos flamas situadas a lo lejos, al final del pasillo, como los fuegos faustos que atraen a uno a su perdición.
Mis pies descalzos apenas pueden mantenerme de pie, sintiendo el frío del húmedo suelo subiéndome por las pantorrillas, ascendiendo por mi espalda y llegando a mi nuca, cada paso es un clavo frío en la cabeza.
Puerta grises pasan a mi lado, detrás de algunas oigo gritos y el horriblemente familiar sonido de acero candente contra la piel, de otras simples llantos, como si los ocupantes supieran que sólo les queda rezar; y de las últimas sólo se oyen susurros, pero sólo si uno se quedaba en silencio absoluto.
La puerta al final del pasillo se encuentra cerrada, un brillo anaranjado se cuela por las grietas de ésta, pero se pierde en la oscuridad dentro.
Uno de los hombres que me ha dirigido abre la puerta con esfuerzo, y el metal negro de ésta se mueve lentamente, haciendo un crujido que hace que los gritos de las celdas pasadas aumentaran.
Otro hombre me empuja desde atrás hacia afuera, haciéndome tropezar y caer al sucio suelo.
El polvo se me pega a la mugrienta barba, recordándome el ya casi olvidado aroma que tenia la tierra. Me levantan rápidamente y me siguen empujando.
El patio se encuentra lleno de gente, tanto conocidos como cualquier extraño. Cuatro grandes brazas puestas en cada esquina del patio logran alumbrarlo perfectamente a la mitad de la noche. Las estrellas en el cielo miran la escena como si no quisieran perderse detalle alguno de lo que acontecerá.
El camino al centro del patio me resulta bastante corto, la gente me grita cosas, pero no me importan, algunos me lanzan objetos, pero sólo llegan a mancharme el ya mugriento camisón.
Al llegar, los dos hombres me empujan escalones arriba, tres escalones de madera arriba.
El griterío aumenta, otros dos hombres están arriba, uno con una gran capucha de cuero y el otro con un elegante traje.
El del traje saca un sobre de uno de sus bolsillos mientras soy conducido al centro del podio sobre una trampilla, el de la capucha se me acerca.
-¿Me perdona?-le oigo susurrarme al oído, pero ya no tengo fuerzas para contestar, así que solo hago un simple asentimiento con la cabeza.
-El presente, Guillermo Andrade, es encontrado culpable de los siguientes cargos.-lee el del traje, y hace que la multitud se calle- robo de bienes, disturbio público, traición contra la corona y el asesinato…-se ajusta los lentes como si le dificultara leer lo siguiente-del matrimonio de Roberto y Sofía Suzarte.-Hace una pequeña pausa y le da la vuelta al papel.-Por lo cual es sentenciado a colgar del cuello hasta su muerte.-
La multitud no dice nada, nadie protesta, nadie celebra, todos esperaban en silencio.
-¿Hay algo que el acusado quiera decir en su defensa?-El de traje ni siquiera me voltea a ver, obviamente la pregunta era mera obligación.
-Sí, hay algo-le respondo, para sorpresa de los demás presentes.
Respiro profundamente y empiezo:
-Soy culpable de casi todo lo que se me acusa, aunque hay algo mal en esa sentencia.- dice mi voz, que por milagro casi no había sufrido daño de los gritos que había dado en mi celda-Yo no mate a Sofía Suzarte, fue su esposo, Roberto Suzarte, quien lo hizo.-
Un gritó ahogado recorre a la multitud, pero enseguida vuelven los abucheos y gritos.
-Yo amaba a Sofía, y me encuentro incapaz de hacer algo que la molestase siquiera-. Las lágrimas llenan lentamente mis ojos-. Cuatro años soporté las pruebas, cuatro años me aguanté las ganas de intervenir, pues Sofía me suplicaba que lo olvidase. Verán, Roberto Suzarte era un ebrio y abusador-un tomate impacta en mi cara, haciendo que me detenga por un segundo, pero continuo al instante-¡Fue hasta que la pobre Sofía no tenía ya las fuerzas para levantarse que dejé a un lado sus súplicas e intervine!
-Entré a la casa de los Suzarte, alegando tener un importante mensaje para Sofía, y busqué por todos los cuartos hasta que, al pasar frente a una puerta me encontré frente a frente con ella. “Debemos salir” le dije “antes de que Roberto aparezca”. Me incliné hacia ella y le bese los hermosos labios. Pero me distraje, y eso fue lo único que necesitó Roberto para disparar de entre las sombras, no se a quien le apuntó, pero la bala me rozó las costillas e impactó en el centro del pecho de Sofía.
-Reaccioné al instante y me lancé contra Roberto, derribándolo y haciéndolo caer escaleras abajo.
-Estaba cubierto por la sangre de Sofía y oí al ama de llaves gritar al verme, supe que nadie creería mi historia y salí a la oscura calle, perdiéndome en la noche.-
La multitud esta en silencio, todos habían prestado la mayor atención a mi relato.
El de traje sigue sin mostrar interés alguno, como si lo que acaba de escuchar fuera otra excusa de cualquier delincuente.
-Si el acusado no tiene nada más que decir-comenta de pronto, al ajustarse las gafas-la sentencia pasará a cumplirse.-
Negó con la cabeza y una única lágrima baja por mi mejilla para perderse en mi sucia barba, el encapuchado se acerca al extremó del podio donde esta una palanca. Una negra nube empieza a cubrir el cielo, se oyen cuervos graznar no muy lejos.
¿Perdoné al verdugo, pero me perdono a mi mismo por no salvarla?
El encapuchado jala la palanca, la multitud vuelve a gritar, la trampilla se abre y yo caigo por ella, tensando la gruesa soga que tengo al cuello.

Jaime Almírez

Un martes, como cualquier otro martes, el joven Jaime Almirez se despertó para, como a él le gustaba decir, sobrevivir otro día de su vida.
Se levantó aún con el sueño en la mente, pero borroso y distante. Recordaba poco de sus sueños, no recordaba donde habían tenido lugar, o cual había sido el drama del sueño. Lo único que si era claro en su cabeza, lo único con lo que soñaba noche tras noche, sueño tras sueño, era en la linda figura de Amaranta Gutiérrez.

Al vestirse y ponerse la misma ropa que había tenido por un largo tiempo, recordaba la primera vez que la había visto, años atrás, en una ocasión cuando la encontró entre todas las chicas que se formaban a un lado de todos los chicos, con tal de que la excursión por el edificio en construcción fuera lo más ordenada posible. La fría mañana de noviembre obligaba a todos a usar sus más abrigadoras ropas, pero aún con los centenares de abrigos iguales, Jaime Almirez quedó atrapado por esos ojos, oscuros y profundos ojos.
Al deslizar la hoja de la navaja contra su barbilla y sufrir una cortada accidental por un leve temblor de la mano, Jaime recordó como, al parecer, Amaranta no sufrió la misma reacción al verlo, lo conoció por primera vez y lo conocería por mucho tiempo mas como tan sólo un amigo, puede que llegara a un muy buen amigo, pero un amigo a fin de cuentas.

Arregló todos sus cuadernos y libros, dispuesto a salir hacia el colegio lo más pronto posible, subió al coche, dejó a su madre conducir por las turbulentas calles que pueden ser la avenidas de la Ciudad de México por las mañanas y se recostó en el asiento, intentando recuperar aunque fueran unos minutos de sueño.
Pero, por alguna razón, ese día las memorias estaban regresando más de lo normal, y así se vio sumergido en los dos años en los que Amaranta había sido su razón de levantarse. En como hablaba con ella por horas, con la inocente (ilusa) intención de enamorarla.
Se rindió del intento de dormir, pues al cerrar los párpados se le abrían los recuerdos.
Se desinteresó rápidamente de las palabras que salían de la radio, pues hablaban sólo de muertes, de asesinados y desaparecidos, y era demasiado temprano en el día para escuchar eso.
Así que, marca obligatoria de todo adolescente, cual vaquero de película desenfunda el revólver, desenfundó su indispensable reproductor de música, y, colocándose los ya bastante mugrientos audífonos, pasó a buscar alguna canción que lo alejase.
Los tamborazos y los riffs de guitarras resonaron a todo volumen dentro de su cabeza, borrando todo recuerdo mal recordado, los versos de la música tenían el menor sentido posible, y así le gustaban, no quería entenderlos, solo quería que no lo dejaran pensar.
Pues pensar era algo que no le traía cosas buenas al muchacho Jaime Almirez, en una ocasión, por pensar demasiado las cosas, había arruinado la oportunidad de besar a Regina Herrutia, chica que en ese entonces él consideraba la más guapa de todo el mundo.
Así que, cada vez que se quitaba los audífonos, lo hacía porque sabía que algo más lo iba a entretener, ya fuera las páginas de un buen libro, la lección del algún maestro o, lo que se presentaba en ese momento, los gritos de su madre para que abriera los ojos y se bajara del coche, pues ya habían llegado a la escuela hacia diez minutos.

se dijo al entrar por las rejas rojas y ver cómo, lo que lo recibía en la querida institución, eran los rojos labios de Amaranta Gutiérrez sobre los labios de su actual novio, un niño bonito con el nombre de Cristóbal León, con el cual Jaime nunca había mantenido una plática de más de cinco minutos, con nada de malo pero tampoco nada de bueno, o al menos así es como lo veían sus ojos ciegos de celos.
Dos largos años se había tardado en pelear contra la corriente por conseguir el rosar de esos labios, dos largos años había disfrutado las interminables pláticas, de haberla visto en brazos de otros novios. Y sí, sentía algo de furia al ver como no se le daba la oportunidad. Pero se había mentido a si mismo desde entonces, diciéndose que ya no la buscaría más, que ella debería de darse cuenta. Sonrió, rió por lo bajo al pensar eso y se colocó la capucha de la sudadera al sentir las primeras gotas mensajeras de un aguacero en unas horas.

Y, así tan rápido como lo recibió ese ósculo que profetizaba un mal día, se escurrió entre la marea de niños y niñas que entraban con él y subió a su salón en el tercer piso por las frías y mojadas escaleras, ahora vueltas trampas mortales por culpa de las torrenciales lluvias.
Sus amigos lo saludaban al verlo subir, estrechó las manos de muchos de ellos, abrazó a unos cuantos y besó a sus amigas que, alegría interna de Jaime, seguían queriéndolo.
Su profesor de historia, un señor ya mayor llamado Melquiades Ochoa, con aspecto de levantador de pesas pero pensamiento de catedrático de universidad, era famoso por llegar demasiado a tiempo, así que, al llegar a su salón, lo encontró apuntando nombres y fechas de la revolución mexicana en el pizarrón.

-Buenos días, Jaime-Lo saludó el profesor con el cariño que le tiene al primero que entra en su clase. Añadió con tono burlón al verle la cara de cansancio: -No hay que desvelarse estudiando, muchacho.-
Jaime sonrió y le respondió los buenos días, pero se sentó en su banca y, después de haber copiado velozmente los apuntes y observado que aún faltaban más de la mitad de la clase, buscó en su mochila, eligió uno de los tantos libros que llevaba ahí para entretenerse y se sumergió en la lectura, recibiendo los besos de sus amigas y los abrazos de sus amigos que iban llegando poco a poco a ocupar el aula con indiferencia.

Amaranta entró no muy tarde, el profesor Melquiades apenas acababa de pararse a iniciar la clase, así que no le prestó mucha atención a la silueta que se deslizaba ágilmente hacia los pupitres, pero Jaime si la notó, siempre la notaba.
La clase no tuvo mucha importancia, Jaime, fanático de la historia, ya fuera mexicana o rumana, de hace siglos o de la semana pasada, se sabía las desventuras de Doroteo Arango, tema de la clase, al derecho y al revés.
Justo cuando Amaranta volteaba pidiendo algo con que escribir, Jaime alzaba la vista al creer haber oído su nombre, y sus miradas se encontraron, una mirada triste de parte de Jaime, y una mirada comprensiva de parte de Amaranta, como si ella supiera a que se debía su tristeza.

Y esa simple mirada fue lo que desencadenó, cual mortal mirada de medusa, los hechos que volvieron ese ordinario martes en un hervidero de chismes y rumores.
Con ese abrazo tan triste de los ojos, Jaime se decidió; había vivido demasiado tiempo en el silencio, demasiado tiempo sin decir nada; pero ese día cambiaría las cosas, ese día se lo diría, le confesaría a Amaranta Gutiérrez lo que sentía en el fondo de su corazón.
Así, al finalizar la clase de historia, el profesor Melquiades había terminado la clase con una tarea de buscar 10 puntos acerca de por qué la vida en tiempos de la revolución era mejor, la horda de holgazanes sedientos de oxígeno abandonó el salón como si corrieran de un incendio. Y Jaime aprovechó ese instante para acercarse a Amaranta, abrazarla de los hombros y susurrarle al oído lo que había callado esos dos años, decirle todo lo que la quería, prometerle el Sol, la Luna y las estrellas, lo que ella quisiera con tal de estar los dos juntos.

El haberle dicho la verdad a su, con fortuna, próxima enamorada, hizo sentir a Jaime una felicidad que solo aumentó al descubrir la sonrisa tímida y ver cómo el nuevamente hermoso rostro de Amaranta se sonrojaba.
Pero el sentimiento no le duró mucho, ya que se fue de bruces contra la pared de enfrente al ser golpeado en el espalda. Sin saber que o quien había sido el cabrón que le había negado disfrutar al fondo ese momento de felicidad, Jaime se dio la vuelta y se encontró cara a cara con el niño bonito, que, al haberse escapado de su clase de tediosa geografía, había venido al aula de su novia con la intención de sorprenderla, pero al final, los tres se llevaron la sorpresa.

La mirada asesina de parte de Cristóbal fue la sentencia de Jaime, y tan veloz como pasan las horas cuando uno ríe, veloz pasó el día, para dejar a Jaime Almirez en unas canchas abandonadas a unas cuanta cuadras del colegio, rodeado de una horda de pubertos espera-sangre y recibiendo puñetazo tras puñetazo de parte de Cristóbal León, el cual, iracundo por celos, descargaba sus golpes contra el cuerpo de Jaime, el cual se cubría como podía.
Recibió un puñetazo en el pecho, lo cual lo hizo hacerse para atrás, pero aprovechó el momento, esquivó otro puñetazo, este dirigido al rostro, y soltó toda una sarta de golpes en el estómago de su contrincante.
Al parecer, los golpes no hicieron nada más que aumentar la furia en Cristóbal, el cual, lanzando un grito incomprensible, tomó a Jaime de su ahora mugrienta y rota camisa, lo elevó con una barbárica fuerza y lo aventó hacia el suelo.
El impacto no fue lo más doloroso, pero la piedra que se clavó en la espalda de Jaime lo hizo retorcerse de dolor, una piedra camuflada en el gris del cemento, que nadie había visto antes de que empezara la pelea o durante ella.

Así que ahí se encontraba Jaime, con una piedra clavada en su espalda, muy cerca de la nuca, muy cerca de matarlo al darle en la columna, los espectadores reían ante sus retorcimientos de dolor, pero había tres rostros que no mostraban sonrisa.
El profesor Melquiádez Ochoa corria hacia la escena, con una clara preocupación y temor en el rostro.
Amaranta Gutiérrez había observado toda la escena sin apoyar o abuchear a ninguno de los dos, solo había sido la silenciosa espectadora de tal golpiza, sin levantar un dedo para que alguno se detuviera.
Y Cristóbal León, el cual, creyendo que con un golpe en la cabeza dejaría a Jaime inconsiente, pero sin saber de la roca en el cuello de su próxima víctima, caminaba lentamente hacia él, fúrico.

¿Llegaría el profesor Ochoa a tiempo para salvar a su primer alumno del día? ¿Dirían algo los rojos labios de Amaranta que calmara al niño bonito y lo hicieran retirarse de la contienda? ¿O ahí acabaría la vida de Jaime Almírez, con la nuca y el corazón rotos, tirado en frente de todos, lo que luego mentirían haber visto la roca y gritarle a Cristóbal que se detuviera, pero este estaba sordo de furia y acabó con la vida del joven estudiante en un trágico accidente? ¿Cómo terminaría esta tragedia adolescente?