martes, 23 de abril de 2013

El cine de Torrevieja


El cine “Reinosa” nunca, desde el momento de su inauguración, había sido sitio de tantos y tan controversiales acontecimientos.
La campaña para ampliar la cultura de los ciudadanos de Torrevieja había traído festivales y compañías artísticas de todo el mundo; la gente no podía salir a pasear sin verse rodeada por músicos ambulantes, bailarinas sorpresa, lecturas dramáticas o teatro invisible. Se llegó a tal grado de desborde artístico, que los que vivían en departamentos rentaban sus balcones a aquellos deseosos de presenciar todo sin cansarse por estar parados.
Las artes no le dieron tregua al pueblo de Torrevieja, las paredes se vieron asediadas de lienzos coloridos; de las coladeras brotaban los versos que adornaban las calles, y los enamorados gozaban plenamente ya que sus encuentros estaban perfectamente amenizados por las sinfonías que se deslizaban como aromas por el viento.
Pero, si en hoy en día le preguntaran a cualquier habitante de Torrevieja que haya experimentado el desenfreno artístico, qué fue, entre ese huracán de musas, aquello que causó el mayor impacto, la respuesta sería, claramente, las películas.
El pueblo de Torrevieja contaba solamente con dos formas de ver “filmes”; los martes por la tarde en el atrio de la iglesia, donde el padre Torchino Correa exponía las películas religiosas que guardaba en su videoteca personal (la mayoría bodrios de esa curiosa época cuando el vaticano intentó adentrarse en la cinematografía).
Y el cine “Reinosa” el cual contaba con dos salas donde se proyectaban, tres veces por día, cuatro días a la semana, las películas que iban llegando. Antes de la llegada del festival, las funciones de la misma película podían durar hasta dos semanas, tiempo suficiente para que todo Torrevieja se supiera los diálogos de memoria. 
Pero en la época festiva apenas lograban durar lo suficiente para dos funciones. Algunas hasta tenían función única, y no faltaba la que cortaban a la mitad por falta de tiempo.
Las salas del “Reinosa” se inundaron de bailarines hindús, cosacos rusos, asesinos estadounidenses, héroes franceses, vaqueros italianos, monjes tibetanos y demás cantidad de imágenes que fluían hacia una audiencia que hasta ese momento sólo había presenciado las patéticas aventuras amorosas del (ya no tan) niño bonito Cristóbal León.
El festival duró, desde que llegó el primer artista hasta que se fue el último, siete años, diez meses y veinticuatro días. Y durante ese tiempo, por más peculiar que parezca, sólo se realizó un crimen.
Sólo uno en esos siete años, diez meses y veinticuatro días.


Todo empezó, como suele empezar todo, una tranquila mañana de sábado; el verano estaba por terminar pero el calor aún se aferraba a los momentos que pudiera, así que la gente salía preparada para aguantar los vientos del otoño próximo, y con una muda siempre lista por si empezaban esos calores de cuarenta grados.
El dueño del cine “Reinosa”, Don Rigoberto Doscado, se despertó de un humor maravilloso.
Doscado era un cincuentón que solía lucir mucho más viejo de lo que era ya que siempre vestía ropas atrasadas en respecto a la moda de Torrevieja. Además, la canosa barba de candado y la barriga que cada vez le hacía más difícil verse los pies no ayudaban a hacerlo parecer más joven.
Pero esa mañana nada de eso importaba, ya fuera por el agradable clima que lo recibió en cuanto abrió las ventanas, el aroma del café recién hecho que subía a su cuarto, ó las dos curvilíneas veinteañeras completamente desnudas que seguían dormidas en su cama después de toda la actividad de la noche anterior, Don Rigoberto Doscado se levantó con ese agradable cosquilleo en la espalda que suele anunciar la llegada de un día excelso.
Y, queriendo compartirles su sentimiento de felicidad a los habitantes de Torrevieja, planeó un programa especial para el “Reinosa”, eligiendo tres funciones únicas; algo que nunca se había hecho en un solo día.
Como matiné eligió la comedia búlgara sobre el colchón que cumplía los sueños de quien durmiera sobre él.
Como función de medio día eligió el thriller australiano acerca de un asesino que regalaba joyería explosiva.
Como la función estelar decidió estrenar, antes de lo programado, el drama sudafricano de como un campesino y su eterna amada lograban sobreponerse a las adversidades de la vida, con un final tan potente que sería una vulgaridad intentar ponerlo en tinta y papel.
Al acabar de redactar el programa de ese día, Don Rigoberto volvió a su habitación donde lo esperaban las ya despiertas pero aún desnudas curvilíneas veinteañeras.
Los tres se metieron bajo la regadera y, justo cuando Don Rigoberto cerraba los ojos para mojarse la cara con el deseo de no despertar de tan agradable sueño, las dos muchachas, con movimientos veloces, le cumplieron su deseo rompiéndole el cuello. Las veinteañeras dejaron el agua correr, se cubrieron con las sábanas limpias del armario, tomaron un montón de cartas sobre el escritorio de la habitación y se perdieron en la marejada de artistas, sin que nadie nunca las volviera a ver.
Una hora después, cuando el asistente personal de Don Rigoberto Doscado, Tomás Aguillón, lo encontró en el suelo de su baño, empapado y frío pero con un gesto de satisfacción en el rostro, llamó al cine para informar del supuesto accidente fatal y para cancelar las funciones hasta haber enterrado a su patrón. Tomó el programa y decidió usarlo para el día de la reanudación de las actividades del cine.

Durante la semana que duró el luto por la muerte de Don Rigoberto, el padre Torchino Correa aceptó las proyecciones de las demás películas en la iglesia del centro, siempre y cuando todos los presentes rezaran diez Aves Marías antes de entrar, y al domingo siguiente fueran a confesarse.
La demanda por las películas era tal que al finalizar la misa dominical el fin de semana siguiente, la fila para confesarse salía de la iglesia y le daba una vuelta entera a la cuadra.
El lunes siguiente por la mañana se dio a conocer la noticia de que el programa cinematográfico que había sido la última voluntad de Don Rigoberto Doscado sería utilizado ese mismo día. Así que no hubo habitante en todo Torrevieja que no se lanzara hacia el cine “Reinosa” para conseguir boletos; incluso se cuenta que el mismo padre Torchino Correa se asomaba entre esas multitudes eufóricas que habían conseguido comprar su entrada.
Tanta cantidad de gente consiguió su boleto, que el cine sobrevendió las entradas y la película del colchón que cumplía sueños estuvo a punto de ser cancelada porque la mayoría de la gente no lograba guardar silencio al, ya dentro de la sala, encontrarse con parientes lejanos que no habían visto en mucho tiempo, o con amigos de la infancia de los cuales no tenían contacto alguno. Pero una vez que la luz se apagó y la bocinas retumbaron con la música, todos tomaron sus asientos, ya fuera en las butacas, los pasillos o incluso asomándose desde la puerta, y presenciaron lo que habían ido a ver.

Los encargados del cine, al oír las tremendas carcajadas que salían de la sala, fueron curiosos a ver si la película era de verdad tan graciosa, pero con sólo ver unos segundos de la proyección quedaron hipnotizados por las imágenes, por lo que buscaron un lugar entre la audiencia y ahí se quedaron.
Gracias a esto la gente empezó a llevarse las cosas gratis; empezaron con unos cuantos dulces, pero finalmente una banda de revoltosos, liderados por el hermano de uno de los encargados del cine, acabó por llevarse la máquina de palomitas de maíz.
La película búlgara fue tan bien recibida, y con tanto éxito, que el cine programó su “re-función”  para los siguientes cinco días. Aún meses después  de la proyección, la gente seguía riéndose al recordar las desventuras y hazañas de los propietarios del colchón.

Aquellos que no tenían ningún otro plan para aquel lunes permanecieron en sus asientos, secándose las lágrimas de risa y comentando sus escenas favoritas, ya fuera cuando la protagonista se acostaba completamente desnuda y el colchón la iba cubriendo con todo tipo de ropa ó cuando, a la mitad de la película, el vagabundo se quedaba encerrado en una pastelería.
Algunos tenían tanto empeño en no perder sus lugares que dejaban a la novia, al abuelo, al hijo, a cargo de cuidar su asiento en lo que regresaban, y el pobre guardián quedaba a merced de los voraces cinéfilos que harían todo lo posible por dejar de sentarse en las pegajosas alfombras.

En las dos horas que duró el intervalo entre películas, los pasillos y las dos salas del “Reinosa” se volvieron algo muy parecido al mercado de los domingos. Como nadie quería salir por miedo a no poder volver a entrar, los presentes pensaban saciarse de comida de cine, pero hubo un límite y la comida como palomitas, gaseosas, salchichas, nachos y demás, se agotaron. Se corrió la voz por las calles de Torrevieja de que en el cine “Reinosa” hacía falta harta cantidad de alimentos, pues había cerca de quinientas personas hambrientas.
En menos de diez minutos de que la primera persona sintió hambre que ya no podía saciar por la falta de palomitas, entraron por la puerta principal, algunos hasta con sus carritos respectivos, decenas de vendedores de frituras y chucherías.
Los baños del “Reinosa” pueden que hayan sido la mejor instalación de tuberías de todo Torrevieja, y ese día no tuvieron un solo momento de descanso. La fila para entrar era tan larga que algunos se formaban en cuanto compraban alguna bebida.
Pero todo el ambiente verbenero fue calmándose hacia la primera hora del medio día. Cuando la sala principal se oscureció y la película australiana comenzaba, no se veía a nadie por los ahora sucios y desastrosos pasillos. Incluso los vendedores de comida, que habían entrado todos sin boleto, estaban sentados entre los espectadores, pendientes de lo que pasaría.

Si para la película búlgara se ocuparon quinientos de los quinientos asientos disponibles en la sala, para la película australiana apenas podías abrir la puerta y entrar sin golpear a siete personas.
A diferencia de la película anterior, donde hasta el menor movimiento de los actores causaba múltiples carcajadas de la audiencia, durante la película australiana los espectadores estaban al borde de sus asientos, y cada vez que algún personaje recibía el fatídico estuche rojo con la joyería letal, se podían oír las exclamaciones de horror de aquellos, casi la mayoría, impacientes por que se efectuara la captura del criminal.
Para el final, cuando las luces volvieron a alumbrar la sala y los créditos terminaron de recorrer la pantalla, la gente no se movía de su lugar, intentando comprender la maldad en el corazón del homicida para cometer crímenes atroces. Pero poco a poco fueron levantándose y retirándose, tanto de la sala como del cine, aquellos que estaban tan impactados por el final de la película que no podían recordar que aún faltaba una tercera función.
A la mitad del intermedio los presentes empezaron a recuperar la compostura, los puestos de comida volvieron a abrir y, lentamente, la sombra de la película se fue desvaneciendo de la mente de los espectadores y empezaron de nuevo las risas, los gritos y el desorden que había caracterizado la primera parte del día.
Antes de entrar a la tercera función se abrieron las puertas del “Reinosa” para todos aquellos que quisieran entrar a verla, pero sirvieron para el efecto contrario ya que una gran cantidad de presentes, por temor a contemplar otra película que los traumara tanto como la anterior, dejaron sus butacas y se retiraron de las instalaciones, dejando solos a los cinéfilos empedernidos y a una que otra parejita de enamorados, que no buscaban una maravilla del celuloide, sino estaban más interesados en encontrar una soledad mutua en la oscuridad de la sala del cine.
Son raras las ocasiones en las cuales la tristeza se puede sentir en el ambiente. Al entrar a la tercera y última función de ese lunes en el cine "Reinosa" se podía sentir lo aletargado que se volvían los movimientos.
El tiempo parecía moverse mucho más lento dentro en esa sala de cine que en cualquier otro sitio de Torrevieja. Era como si los relojes no quisieran perderse detalle alguno de la proyección y alentaran a sus manecillas para disfrutar cada instante.

Thomas Richardson, un estadounidense, natal de Chicago, fue el primero en salir. Llevaba consigo nada más que un boleto de camión hasta la frontera y su guitarra acústica, la cual lo había acompañado desde que empezó su travesía por todo el continente. Ahora sólo podía pensar en su casa, la cual recordaba acogedora en ese instante; y en su familia, lo cual le hizo bajar la mirada y detenerse en la entrada del cine, pensando en todo lo que se estaba perdiendo en ese momento. Pero el tercer recuerdo que cruzó su mente fue el de una chica con ojos de agua, con largos cabellos oscuros que le caían sobre los hombros, con unos labios que parecían ahora susurrar su nombre. Thomas Richardson recordó todo esto cuando sintió la fría brisa del final del verano rozarle el rostro y dejó salir un suspiro de esos que sólo pueden soltar los tristes enamorados. Tomó el camión hacia la frontera y compuso lo que hasta ahora se conoce como la canción más bella jamás escrita, ya que es bien conocido que la música, entre más triste, más bella es.

Los siguientes en salir fueron una pareja de viejos activistas políticos, los cuales habían ingresado a la tercera función con la intención de reclutar a la mayor cantidad de gente posible para su causa, repartiendo volantes y explicando consignas en cada uno de los intermedios. Pudo haber sido cualquiera de los acontecimientos de ese día, pero la pareja de revolucionarios octogenarios olvidó por completo su propósito político y disfrutó de una cita en el cine como no habían tenido desde hacía ya bastante tiempo. Al presenciar la tercer película, la mujer, de un par de años menor que su pareja, no aguantó los sentimientos dentro de ella y, abrazando a su marido, le pidió salir de la sala.
Al retirarse del cine, la pareja de ahora ex-activistas caminó de regreso hasta su casa. Pasando por una antigua esquina de la calle donde se habían visto por primera vez entre una multitud de manifestantes, el marido sujetó a su esposa y la besó lenta y despreocupadamente, de la manera en la que la gente mayor suele besar.
Después de esto nadie volvió a verlos por las callejuelas de la ciudad, y aquel que se los encontraba en alguna parte del mundo no veía sino a una enamorada pareja que parecía hacerse más y más joven con el paso de los años.

Cuando la puerta de la sala del Reinosa donde se proyectaba la película se abrió por tercera vez emergió nuevamente una pareja, esta notablemente más joven que la anterior.
Recién egresado de la facultad de economía, Alberto Rincón salía de la sala con su adorable y bella prometida Rosalinda Amuzcarra.
Ellos dos apenas se habían conocido hacia un par de meses, pero fue el amor de Alberto junto con la alegría de Rosalinda lo cual llevó a los dos a considerar que, si la relación iba de maravilla, el matrimonio no debía hacerse esperar ni un par de semanas. Precisamente por ello habían asistido a las funciones del cine Reinosa de ese día, ya que era el último que pasarían como novios, la última cita, el último cortejo, o, como solían bromear los compañeros de Alberto, la última oportunidad de escaparse.
La pareja caminó por el malecón costero de Torrevieja, escuchando las olas romper contra las rocas del muelle, sintiendo la brisa y enamorándose un poquito más el uno del otro con cada minuto que pasaban juntos.


El olor a tierra mojada entra en esa particular categoría de olores que, por una u otra razón, resultan gratos al olfato humano. Suele estar relacionado con momentos felices o, más comúnmente, con personas que tienen un alto grado de significado sentimental para aquel (o aquella) que percibe el aroma.
Es de conocimiento común que, a todos, el olor a tierra mojada los pone a suspirar y a sonreír de esa manera idiota  en la que sonríen los enamorados.
Con excepción, por supuesto, de Mateo Suarez.
Nacido en el seno de una familia católica, los padres de Mateo esperaban que este les resultara un alto e importante miembro del clero, por lo cual lo colocaron, cuando tenía el mínimo de edad requerido, en el colegio religioso más prestigiado y estricto de Torrevieja y sus alrededores, El Colegio de los Dolores de la Purísima Concepción de María.
Lo que ninguno de los adultos esperaba era que el interés de Mateo por estudiar una carrera religiosa era el mismo que tenía por terminarse los vegetales de su plato en cada comida. Inexistentes.
Por ello, los cuadernos y tareas del colegio sufrían el mismo destino que los vegetales, deslizados bajo la mesa a merced del perro de la familia.
En realidad, lo único que impulsaba a Mateo a salir de la cama y dirigirse al colegio día con día era la oportunidad de, a la salida, visitar la vieja y enorme biblioteca de Torrevieja.
En ella, Mateo encontró todo lo que necesitaría en la vida. En ella había aventuras, había amor, había emoción. Conoció piratas, hadas, detectives, tribus lejanas y hasta los rincones más recónditos del planeta.
En esos momentos, Mateo Suarez se volvió, innegablemente y para toda la vida, un un lector empedernido.
Pasados varios años, los padres de Mateo, viendo ya el sueño de un hijo obispo caer en picada, y sin ganas de aventarse tras él, impulsaron a su descendiente un su afán de devora-libros.
Poco después de que Mateo hubiera entrado a la carrera, los libros fueron desplazados a segundo lugar en su escala de prioridades cuando, frente a un café y por encima del lomo de su más reciente lectura, la señorita Rosalinda Amuzcarra transitó durante su paseo diario.
Había leído acerca del amor. Pero incluso con perfecta memoria de pasajes de Tolstoi y Neruda, Mateo no encontró nada en los libros que se comparara a la visión de los cabellos castaños y los labios rojos de Rosalinda.
Así de rápido como los nervios y los suspiros llegan cuando uno encuentra a la persona que le ha robado el corazón, también los celos y los dolores en el pecho llegan cuando es conocedor de que ese amor ya tiene a otro que le robe los suspiros.
Mateo arrastraba su alma.
Con el corazón hecho pedazos, el lector enamorado no tenía ya las fuerzas necesarias ni para pasar de página.
Era un extraño masoquismo el suyo, al espiar a su amada y su pareja cada que tenía la oportunidad.
Fue esto lo que llevó a las puertas del Reinosa a abrirse por cuarta y última vez esa noche, dejando salir a la pesarosa y melancólica silueta del joven Suarez.
Y fue él la única persona que disturbó la paz en esos siete años, diez meses y veinticuatro días.

Muchos dicen que el pobre estaba enfermo. Otros, que era víctima de mal de ojo por parte de una gitana antiguamente enamorada de él. Y todos los demás aseguran que tanta lectura lo llevó a perder la razón. Pero nadie sabe que, en realidad, lo que llevó a Mateo acometer los actos delictivos de ese sábado por la noche fue la presencia de un beso que debió de ser suyo.
Mateo idolatraba a Rosalinda, la amaba de su propia manera, adorándola desde la lejanía. Pero esa velada, al haber presenciado una película del tal magnitud sentimental como esa y, tiempo después, haber sido espectador de una muestra de cariño tan amorosa como solían tratarse Rosalinda y su prometido; Mateo no resistió más, volvió a su casa y tomó un afilado cuchillo de picar.
Cuando la pareja se despidió frente a la casa de Rosalinda, una hermosa construcción frente a la playa, Mateo tomó por sorpresa a Alberto y, con la punta del cuchillo picándole la espalda, lo empujó hacia el océano.
Rosalinda, que había olvidado comentarle a su prometido unos cambios de última hora respecto al banquete de bodas y la alergia mortal al coco de su tía, presenció incrédula el secuestro de Alberto. Corrió tras ellos a la playa, justo cuando el sombrío secuestrador sumergía la cabeza de su novio bajo la espuma de las olas nocturnas.
Mateo no supo como reaccionar antes los suplicantes gritos de Rosalinda. No tenía idea de que ella pudiera estar ahí, no debería de estarlo.
Alberto aprovechó el desconcierto de su secuestrador y, por medio de sus forcejeos, logró liberarse de su agarre y llenar sus pulmones con algo que no fuera agua y arena.
Rosalinda corrió hacia él, encontrándolo con un fuerte abrazo mientras Alberto recuperaba el aliento.
Mateo los miró. No entendía lo que pasaba frente a él. En realidad ya no comprendía nada. Lo único que pasaba por su mente eran destellos de locura, destellos de amor por Rosalinda. Sintió el agua de mar en su cintura, y el frío mango del cuchillo en su mano.
Observó por última vez esos cabellos castaños empapados y cubiertos de espuma. Esos labios rojos oscuros bajo el cielo sin luna.
Se llevó el filo hacia la garganta y, antes de rebanársela, se le escuchó decir: 
-Pues que me coman los cangrejos-. 

martes, 6 de noviembre de 2012

Chasquido


El    anciano    shérif    Bronson    observó    el    reloj    de    pared    de    su    oficina.    Las    tres    menos   cuarto.

Cabalganvelocescruzandoeldesiertoconganasdesangreyvenganza.

Quedó    pensativo    durante    un    momento,    sólo    se    escuchaba    el    tic    tac    del    reloj    y    como    el    cigarro    se    quemaba    sobre    sus    labios.    Por    la   ventana    se    colaba    el    resplandor    anaranjado    del    crepúsculo.

Alolejosyapodíanverlasiluetadelpuebloelhumodelherreroyelruidodelmercadocerrándose.
Apresuraronsuscaballosfustigándolosconganas.

Tanteó   el   viejo   revolver   en   el   costado   de   su   chaleco,   su   leal   Smith   &   Wesson   le   había   salvado   el   pellejo   más   de   una   vez.   [Recordó esa mañana cuando el viejo “Perro Loco Ortega” lo sorprendió saliendo hacia la iglesia. Desde ese día la señora Bronson jamás se había vuelto a quejar de que llevara el revolver hasta a desayunar]. Dejando    salir   un    largo    y    deprimente    suspiro,    el    viejo    shérif    Bronson    se levantó de su asiento y,    ca, mi, nó   len, ta, men, te,    hacia    la    puerta.

Lasmujeresescondíanasusniños, lostenderoscerrabansuspuertas, inclusoalborrachodelpuebloseleolvidósulamentableestadocuandopresencióelapocalipsisdeSanJuan.

Ahí   estaban:   Guerra,   Victoria,   Hambre   y   Muerte.   Listos   para desatar   el   infierno   en   lo   que   el    viejo   Shérif   consideraba   lo   más   cercano   al   paraíso   en   la   tierra.

Lomiraronfuriosos perotranquilosy conunasangre fríaquenunca seleshabía vistoaninguno deloscuatro. Todosintentabancontrolar larespiracióndespués delacabalgata.

El  shérif  no  pensó,  al momento  de  meterle  dos  balas  a  "Perro  Loco"  justo  por  arriba  de  la  nariz,  que  el  padre  asesinado  sería  vengado  por  no  uno,  no dos,  y  no  tres,  sino  por  sus  cuatro  hijos.
Ahora, enfrentándose con su destino, sintiendo por primera vez en su vida ese encogimiento del estómago al que se le suele decir miedo, el shérif Bronson intentaba recordar la última vez que se había confesado.

Tomásvolteó haciaPedro, elcual volteóhacia Ramón,que estabaobservando aCarlos conun ojoy alasesino desu padrecon elotro.

Un   cuervo   graznó.   Su   arrugada   mano   descendió         mi li mé tri ca men te              hacia                la              funda             de               su               pistola.


En realidad nunca se supo cuál de los cuatro disparó primero, pero todos y cada uno de los habitantes del pueblo pueden asegurar que, una vez terminada la balacera, los hijos de “Perro Loco” Ortega habían desparecido en una nube de humo. Dejando detrás el sangrante cadáver del septuagenario Shérif Bronson y todos los vidrios rotos de su oficina, además de que, una de las balas, confundida sin duda en la refriega, acertó justo en el centro del viejo reloj de pared, descomponiéndolo sin esperanza de ser reparado.

jueves, 11 de octubre de 2012

Cambio Drástico


Morí atropellado al salir de un restaurante.
No es como yo lo hubiera deseado. Para mi muerte hubiera preferido algo más original.
No hablo de algo heroico como sacrificarse por algún inocente en tiempos de guerra (aunque, ahora que lo pienso, eso dejaría una buena imagen para los desconocidos familiares que asistan al velorio), sino algo más tranquilo.
Un paro cardiaco mientras duermo, una inyección letal indolora, cualquier cosa que sea menor a un sobresalto.
Soy un hombre de nervios frágiles, el menor ruido sorpresivo puede hacerme pegar un brinco.
Así que podrán imaginar que el súbito rugido del claxon, el estridente chillido de las llantas al frenar infructuosamente, o los gritos de los transeúntes prontos a ser testigos del accidente, me dieron un susto de muerte.
El volkswagen color turquesa simplemente vino a terminar el trabajo.
El accidente ocurrió, y no hay nada que pueda hacer para remediarlo. Muerto estoy y muerto me quedaré; esta no es una de esas historias de Poe o Lovecraft donde uno puede ir y volver del y al más allá como Pedro por su casa.
No, esto es “The real thing”, la mera verdad.
No estoy furioso con los responsable, aunque podría pasar la eternidad persiguiendo y espantando a los responsables y sus descendientes (como al alocado muchacho que de aprendiz detrás del volante se volvió homicida frente al jurado. O a la policía que lo desvió de su camino, o al dueño de la joyería a la que me dirigía que decidió poner su establecimiento al otro lado de la calle). No fue su culpa, los accidentes pasan y yo soy la viva prueba. Bueno, la muerta prueba.
Con lo que estoy furioso es, en realidad, con la incapacidad de terminar lo que tenía planeado. Mi vida estaba “in cresendo” en varios aspectos. Ganaba más en el trabajo, me había recuperado de una fea temporada con neumonía y salía más con mis amigos.
Pero el aspecto que más me interesaba era justamente el que no se desarrollaba tan rápido como los demás.
Ese aspecto se llamaba Helena. Con hache.

Déjenme valerme de la invención de H. G. Wells y remontarlos a todos medio año atrás.
Finales de marzo, empieza la primavera.
A un lado de la oficina donde trabajo, hay una pequeña plaza pública, la cual sirve de punto de convivencia para los rayos del sol y las brisas que suben desde el muelle.
Además, la posición de la plaza es tan lejana a cualquier avenida de Torrevieja que no hay la mínima necesidad de algún estruendo que irrumpa en mis horas de ocio.
Es en esta plaza donde yo había decidido pasar mis almuerzo.
Algo tiene la verde sombra de los árboles junto con el suave silbido del viento y ese tipo de cosas agradables que uno re-descubre al iniciar de nuevo la primavera, que me ha atraído cual vil clip a imán de escritorio (artículo de pertenencia casi obligatoria en mi trabajo).
Cuidándome de vulgares roedores al acecho de cualquier tipo de alimento (los he visto llevarse hasta la más extravagante cantidad de comida), siempre me había sentado en el mismo corredor de la plaza, con vista a la fuente.

El sonido de agua cayendo sobre agua tenía un efecto melancólico en mi, por aún en estos momento de la “Post-vida” sigo sin entender por qué.
Nunca tuvimos una fuente en donde vivía con mi familia. Nunca experimenté una cercanía a la muerte bajo una cascada y nunca he tenido un beso bajo la lluvia.
Perdón, nuevamente debo rectificarme gracias a mi condición actual.
Nunca había tenido un beso bajo la lluvia.
De una manera más o menos irónica (pues de esas maneras trabaja la vida), aquello que llevó a mi vida a acelerarse de manera poco convencional fue el sonido de algo más cayendo en el agua.
Alguien más, cayendo en el agua.
Corrí al borde de la fuente, extendí los brazos y retiré de las turbulentas aguas con 20 centímetros de profundidad a lo que los libros y las películas me han enseñado que se llama “el amor de mi vida”.
Nunca supe, y supongo que ahora nunca lo sabré, qué fue lo que llevo a ese particular encuentro; la cadena de coincidencias que tomaron lugar para que:
  1. No se encontrara nadie más en la plaza para socorrer a la pseudo-náufraga.
  2. Ella eligiera esa plaza como paseo ese día. Y
  3. ¿Qué fue lo que le pasó?
Está bien, este tercer punto no tiene que ver con las coincidencias, pero las listas siempre se ven mejor cuando hay tres opciones, ni más ni menos.
Ahora entiendo que ese es el misterio que me seguirá durante toda la eternidad.
todos tenemos misterios en nuestras vidas, de los más sencillos como cartas que nunca llegan; hasta los más complicados, como el hecho de que, aunque ames a una persona con todo tu corazón por cualquier razón esa persona puede ser feliz con alguien más.
Estos les encanta a los amantes solitarios y melancólicos, que esperan cualquier momento para poder alzar los brazos al cielo y gritar groserías hacia las nubes.
Para mi, la intención de resolver este misterio, la más humana curiosidad fue la que me condenó con las tres sencillas palabras “¿Está usted bien?”.
según sus palabras, unos días después cuando celebrábamos nuestra primera cita, lo primero que logró ver después de salir de esa húmeda oscuridad que eran sus párpados empapados, fue el rostro de un joven, no mayor de treinta años, con una gran nariz, entradas premonitorias de calvicie entre los cabellos y una mirada amable. Jamás me habían descrito así y jamás pensé en una mejor forma de hacerlo.
Una vez fuera del agua pude presenciar en forma completa la última razón que tuve para morir.
Estaba ante la concepción de la belleza, me es imposible poner en tinta los sentimientos que experimenté al contemplarla alumbrada por la suave luz de la tarde.
Lo que si puedo decir es que los vestidos de verano siempre me parecieron las prendas de vestir con las que la belleza de las mujeres encuentran un nuevo horizonte, y no hay cosa que se le compare a ver una hermosa mujer.
Sobra escribir el vestuario que ella usaba esa tarde.

Hicimos el amor tres semanas después.
Ella tenía un departamentito en un edificio del centro, a un lado del estadio de béisbol.
Su cama era muy pequeña, tanto que ya no cabíamos si nos acostábamos el uno a un lado del otro. Y mi estatura hacía que eligiera entre taparme los pies o cubrirme el pecho.
Sentir la proximidad de su cuerpo me hizo temblar como no lo había hecho desde la primera vez que alguien me había robado el aliento.
Me sentí desvanecer cuando, envueltos en el abrazo, mis manos bajaban por su espalda, mes dedos surcaban su piel y ese aroma que despiden las mujeres se introducía por mi nariz y me llenaba los pulmones, dándome la ilusión de que no necesitaría respirar de nuevo durante toda la vida.
Estar con ella era un renacimiento. Era descubrir el fuego, era empezar a hablar.
Siempre empezaba con un suave y tierno beso justo donde termina la mandíbula, a pocos centímetros por debajo de la oreja derecha. Sentía los vellos de sus brazos erizarse cuando bajaba hacia su pecho, besando cada pedazo de piel entre sus labios y sus senos.
Al terminar de desnudarnos, descubiertos el uno frente al otro, sentía perder mi individualismo. Sentía la incontrolable fusión de espíritus, de sexos, de alientos y suspiros.
Al final, con falta de aire y sábanas, ambos quedábamos de espaldas sobre la cama (yo con la mitad del cuerpo colgando fuera del borde del colchón) y, en un puro sentimiento de complicidad, como dos ladrones descubriéndose en la misma casa, reíamos larga y tendidamente.

Yo creía que las cosas saldrían bien. Como he mencionado antes, mi vida iba en camino de mejorar. Estaba amando por primera vez. Hasta el accidente.
La sigo amando, pero algo tiene la muerte que ya no sientes igual que antes Sigues teniendo sentimientos, pero todo se ve tan lejano que poco a poco uno va cargando con el peso de la distancia, y esa distancia acaba con todas y cada una de las ideas sobre “regresar”.

Así que ahora me dedico a pasar las horas observándola desde la lejanía, con el deseo de que siga bien con su vida, pero también con la ambición egoísta de que mi recuerdo esté presente en cada uno de sus días. Que volteé rápidamente cuando crea escuchar mi voz, que se le cristalicen los ojos con la´grimas al observa una de las incontables películas que vimos y no vimos. Que piense en mi con su nuevo amante dentro de ella. Y que, en cada uno, en todos los picos de placer, todos y cada uno de los orgasmos que le quiten el miedo a la muerte, pronuncie mi nombre entre gritos y jadeos, para así vivir en su sudor, en el aire que se le escapa, en el fondo de su corazón, en su sexo desnudo.
Eso es lo que intentaré lograr en todo el tiempo que pase aquí, vivir en Helena, con Helena y para Helena.

martes, 28 de febrero de 2012

Pertenencia.

Y todo inicia con una palabra, con un sonido, con una mirada.
Una mirada que puede matar.
Una mirada que enamora.
Una mirada que anuncia la llegada próxima de muchas más.
Una mirada solitaria.
Una mirada confundida.
Pero es mi mirada.
Es una mirada insegura, cobarde e imbécil, pero es mía. Pero te añora.
Te ama, te extraña, te desea, te quiere, te goza, te besa, te lee, te dedica, te canta, te baila, te abraza, te acaricia, te llora, te habla, te escribe, te cuida, te protege, te pertenece.
Tuya es la mirada, tuyos son mis ojos, ellos que no te pueden sacar de sus esferas.
Tuyos son mis labios, ellos que no pueden vivir sin sentirte.
Tuyos mis pulmones, ellos que no pueden aguantar el aire sin tu aroma.
Tuyo mi corazón, que intenta con sus poderosos latidos detrozarme las costillas y estar aún más cerca de ti, estar a tu lado.
Tuyo yo, aquel que camina por ti, que sueña contigo, que te vive.
Tuyo soy yo.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Pieles

Tenía quince años cuando se me empezó a caer la piel. Fue un martes cuando me arranqué el primer pellejito, justo donde termina la palma y empieza el meñique de la mano derecha, pensando que era como cualquier otra costra. Sin saber que poquito a poquito se escaparía de mi ese otro que había permanecido conmigo hasta entonces
Ahora que lo pienso, mi piel tenía miedo. Por alguna razón, ya fuera que ella era la que sentía el viento o la lluvia antes que cualquier otra parte de mi cuerpo, ella sabía lo que sucedería en mi vida. Y por temor a que la culpara por ser ella la que me dejó sentir el calor de otra piel, o esos relámpagos de hielo que le recorren a uno el cuerpo de pies a cabeza, mi piel abandonó la causa y se dio a la fuga.

Siempre quise dedicarme a la vida de escritor; tengo una fascinación por contar historias que trasciende y supera la necesidad de decir la verdad, por lo que mis anécdotas tenían más de historia que de recuerdo.
Pero poco a poco me empecé a creer las mentiras que contaba.
Un día estaba contando la historia de cuando evite un asalto
a una multitud de mis compañeros. Algunos fascinados por el cuento y otros con una sonrisa ya que sabían que la historia era mucho menos interesante en realidad. Entre esas personas encontré a la que no me dejaría volver a dormir en paz.
Su nombre era Valeria, y el mundo pareció desvanecerse ante su mirada. Por un instante eterno me pareció dejar de existir en ese momento de cemento gris. Sentí mi cuerpo separarse como humo de cigarro y desvanecerse poco a poco. Y ella sólo necesito mirarme para hacerme reconsiderar todas las cartas de amor que había escrito en mi vida.
Pero, tan rápido como si ella hubiera parpadeado, volví a la realidad, a la ficción del robo. Acabé la historia con una broma absurda. Ellos rieron, ella no; me miró con curiosidad.

No la volví a ver sino hasta tres días después de ese incidente. Se me hacía tarde para una clase y corría escaleras arriba justo cuando ella bajaba los escalones. Yo estaba concentrado en llegar a tiempo y ella en no tropezarse al bajar que nos encontramos justo a la mitad, a punto de estrellarnos. Su rostro me tomó por sorpresa. La visión tan cercana de sus labios me robó las palabras. Pude notar la sorpresa en sus pupilas. Su minúsculo sobresalto ahogado que pudo haber sido insignificante para cualquier otro para mi tenía uno sólo.
Ninguno dijo nada. Ella bajó la mirada, murmuró una disculpa ininteligible y se marchó mientras yo me seguía preguntando qué había pasado. Sobra decir que no entré a la clase a la que corría. Ni a ninguna más de ese día.
Supe quien era gracias a un amigo en común. Tan sólo me dio su nombre, pero era más que suficiente. Así pude ponerle dueña a los pensamientos que me distraían cuando menos lo esperaba.

Entre las personas que conozco hay muy poco que creen que estamos regidos por una fuerza mayor. Que el destino sabe perfectamente lo que nos va a pasar y que nada de lo que hagamos puede afectar en algo nuestro futuro.
Otras pensamos que nada de eso importa. Que sólo sucede lo que está pasando. Que creamos nuestro presente y que el futuro está en algún lado.
El bolígrafo de Valeria pensaba exactamente ésto en el momento que se deslizó fuera de su mochila. Lo pensaba mientras rodaba fuera de su salón, bajaba por las canaletas del edificio, atravesaba el patio del colegio, subía el escalón de la cafetería y chocaba ligeramente con mi pie.

En el momento en que lo tomé entre mis dedos supe de quien era y cuando lo tenía que devolver. Lo guardé en el bolsillo de mi camisa y sentí a mi corazón palpitar con tanto esfuerzo que tuve que sentarme y respirar profundamente para no sentirme mal, sin considerar que tal vez mi músculo quería romper el hueso, la carne y la tela para estar un poco más cerca de la que él sentía sería su nueva dueña.
Ese día fue un martes y yo noté el pellejito por debajo de mi meñique.

La encontré bajo el sol de octubre. Su pelo marrón reflejaba el sol y se mezclaba con los árboles del fondo. Yo no tenía idea de que decirle, pero mis pies hicieron caso omiso de las protestas y me acercaron a ella.
Le toqué el hombro ligeramente. Nunca voy a poder olvidar esa sensación tan placentera de sentirla. Tan cerca, tan disponible. Ella volteó y, sorprendida, me miró de nuevo con su mirada que parecía desarmarme pieza por pieza.
Le entregué su bolígrafo y ella lo tomó sin verlo.
-Pensé que no te había encontrado- me dijo.
Las palabras me llegaron de golpe a la mente, sabía perfectamente lo que tenía que responderle.
-A veces suceden…-
Pero, con un roce de su mano en mi brazo me calló. Después la bajó hacia mi mano.
Me guiñó un ojo, sonrió y se alejó tan tranquilamente que, si no me hubiera quedado ahí parado aún con su esencia, la hubiera podido alcanzar en tres pasos.
Cuando volví a plantar los pies en la tierra, noté el pedazo de papel en mi mano.
Lo abrí como si fuera un regalo que te dan cuando faltan meses para tu cumpleaños.
"Tu mirada te delata, estás mucho más triste de lo que aparentas."
Me enamoré con doce palabras de tinta.

Truman Capote escribió alguna vez que cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo para auto - flagelarse.
A Capote se le olvidó mencionar que el amor hace exactamente lo mismo.

Ese mismo día me senté frente a mi cuaderno con la intención de escribir un ensayo para una clase la cual no importa realmente de que era. Quise empezar de manera narrativa, dándole un toque literario al escrito. Cuando acabé la quinta cuartilla me di cuenta que no había escrito nada aparte de describir, a partir de un cuento, la curva de sus labios, el brillo del centro de sus ojos, el olor a libro nuevo que parecía rodear el aire cada vez que su cuerpo volvía a cruzarme de oreja a oreja.
En ese momento experimenté dos sensaciones que nunca había sentido.
Primero sentí algo que tardé tiempo en definir; sentí como el pecho se me hinchaba desde adentro, como el aire que respiraba exigía salir como suspiros, como mis brazos necesitaban recargarse antes de caer indefensos hacia el piso. Estaba enamorado por primera vez.
Pero, además, sentí un fuerte ardor el las manos, y presencié como se formaban múltiples costras más en el dorso de ellas. Sentía como mi piel intentaba escapar, como ratas de un navío que se hunde, de ahí lo más rápido posible.

Entendí perfectamente lo que había leído en libros, estaba perdidamente enamorado. No comía, no bebía, no soñaba otra cosa que no fuera su recuerdo. Me tenía en tal grado de hipnosis que a veces su nombre se me escapaba entre los dientes al estar hablando de algo completamente fuera del tema.
Llegué a pronunciar su nombre en una exposición frente a mi grupo, ahí fue cuando supe era indiscutiblemente suyo y que no descansaría hasta que ella fuera completamente mía.

Planeé, como todos los que alguna vez han estado enamorados, los encuentros más inesperados. Sabía donde estaba y me aparecía ahí "por pura casualidad".
Claro, al principio me creí tan listo, haciéndola pensar que era mera coincidencia.
A los tres días me quedó bastante claro, con una sonrisa suya a través de los estantes de la biblioteca, que ella supo lo que yo hacía desde el primer momento en el que lo hice.

Estaba nublado el día que salimos. Fuimos a comer a un pequeño restaurante a unas cuadras de la escuela.
Hasta el momento en que nos sentamos frente a frente en la mesa cubierta con el mantel de cuadros rojos y blancos no nos habíamos dicho más de 50 palabras.
Comimos en silencio. No recuerdo bien lo que ordené, pero si recuerdo que fue lo más delicioso que pude haber probado en mi vida gracias a la presencia a menos de un metro de distancia.
Coloqué mis dos manos sobre la mesa cuando terminamos. Respiré profundamente y le hablé esperando que mi voz no me abandonará también.
-Tenías razón-le dije.-Estaba triste, estaba encadenado a algo que no sabía muy bien que era o que hacía. Pero ahora creo que ya puedo correr, ya puedo saltar, ya puedo…-
Puso su mano suave sobre la mía, la cual sentía áspera e insensible desde hacía varios días.
-Voy a irme-algo me atravesó el pecho- dentro de muy poco voy a mudarme muy lejos- me sentía pegado a la silla-y no creo que vuelva a saber de ti. O tu de mi.-
Nunca me había sentido tan impotente como en ese momento.
-Pero creo- continuó- creo que te quiero, creo que te conozco mejor que muchas personas, y a la vez no tengo idea de quien eres-.
Me sonrió, esas sonrisas que, por mucho que intentan no hacerlo, parten el corazón.
-No quiero que pasé algo malo, no quiero que te sientas mal, así que dejémoslo como está y no intentemos nada-.
Se acercó a mi por encima de la mesa, me dio un beso en la mejilla y dejó algo en mi mano.
-Fue un placer conocerte- me dijo al levantarse- espero volver a hacerlo algún día-.
Se fue, salió del restaurante y me dejó solo entre los comensales. Solo conmigo mismo.
Nunca había tenido tanta mezcolanza de emociones. Quería aventar la mesa y derrumbarme sobre ella.
Al final me levanté, pagué la cuenta y salí aún intentando comprender lo que sentía.

Ella desapareció de mi vida a los cuatro días. Ya nadie volvió a saber de ella, ya no se supo nada.
Al año y medio dejé de soñarla. Fue una mañana en la que me desperté raro y tardé medio día en razonar que me sentía incompleto esa jornada por el hecho de no soñar con ella.
Unos meses después de cumplir diecisiete descubrí que muy poca gente la había conocido, e incluso menos la recordaban. Todos hablaban de ella como una ilusión de persona. No pude estar más de acuerdo.
Varios meses después ya no pude recordar su rostro.
Cumplí dieciocho años el día que me empezó a crecer de nuevo la piel.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

POR FAVOR, LEAN ESTO ANTES DE CONTINUAR

La siguiente historia se cuenta en 10 partes, les recomiendo que bajen hasta el capítulo 1 y empiecen desde ahí, aunque si quieren aplicar la rayuela y leerlo en desorden por mi no hay problema.

Capítulo 10 "Epílogo"

Incluso los animales carroñeros más viles y glotones saben cuando ya no se le puede sacar provecho a un cadáver. Cuando lo único que queda son un montón de huesos secos y astillados, listos para ser devastados por el viento y el tiempo.
El punto final arrancó el último indicio de vida en la blancura del esqueleto. Los dedos alzaron el vuelo y se retiraron a la inmensidad, buscando otro viajero dispuesto a ayudarles a escribir otra historia.
Pero no habría otra historia como esta. Nunca se había, ni nunca se contaría relato como el de un joven enamorado que se enfrentó al demonio por su amada y ganó en la lucha.
Julián dejó de escribir. Sus ojos registraron su obra, sus manos acariciaron su cara, sus pies amaron el suelo.
El cuerpo del diablo permanecía detrás de él. Lleno de moretones y heridas que habían dejado de sangrar hacia ya unas horas. No quedaba indicio de vida en aquel monstruo. Julián había ganado.
Vio el cuerpo de su enemigo y, como el escalofrío al tocar las baldosas heladas del baño después de una ducha caliente, la realidad le pegó a Julián Vásquez.
Todo era una estúpida mentira.
No había engañado al diablo, el diablo lo había engañado a él.
Regresó la mirada a la pantalla de la computadora. Los buitres lo miraban.
Hundió la cara entre las manos y empezó llorar.

FIN