martes, 6 de noviembre de 2012

Chasquido


El    anciano    shérif    Bronson    observó    el    reloj    de    pared    de    su    oficina.    Las    tres    menos   cuarto.

Cabalganvelocescruzandoeldesiertoconganasdesangreyvenganza.

Quedó    pensativo    durante    un    momento,    sólo    se    escuchaba    el    tic    tac    del    reloj    y    como    el    cigarro    se    quemaba    sobre    sus    labios.    Por    la   ventana    se    colaba    el    resplandor    anaranjado    del    crepúsculo.

Alolejosyapodíanverlasiluetadelpuebloelhumodelherreroyelruidodelmercadocerrándose.
Apresuraronsuscaballosfustigándolosconganas.

Tanteó   el   viejo   revolver   en   el   costado   de   su   chaleco,   su   leal   Smith   &   Wesson   le   había   salvado   el   pellejo   más   de   una   vez.   [Recordó esa mañana cuando el viejo “Perro Loco Ortega” lo sorprendió saliendo hacia la iglesia. Desde ese día la señora Bronson jamás se había vuelto a quejar de que llevara el revolver hasta a desayunar]. Dejando    salir   un    largo    y    deprimente    suspiro,    el    viejo    shérif    Bronson    se levantó de su asiento y,    ca, mi, nó   len, ta, men, te,    hacia    la    puerta.

Lasmujeresescondíanasusniños, lostenderoscerrabansuspuertas, inclusoalborrachodelpuebloseleolvidósulamentableestadocuandopresencióelapocalipsisdeSanJuan.

Ahí   estaban:   Guerra,   Victoria,   Hambre   y   Muerte.   Listos   para desatar   el   infierno   en   lo   que   el    viejo   Shérif   consideraba   lo   más   cercano   al   paraíso   en   la   tierra.

Lomiraronfuriosos perotranquilosy conunasangre fríaquenunca seleshabía vistoaninguno deloscuatro. Todosintentabancontrolar larespiracióndespués delacabalgata.

El  shérif  no  pensó,  al momento  de  meterle  dos  balas  a  "Perro  Loco"  justo  por  arriba  de  la  nariz,  que  el  padre  asesinado  sería  vengado  por  no  uno,  no dos,  y  no  tres,  sino  por  sus  cuatro  hijos.
Ahora, enfrentándose con su destino, sintiendo por primera vez en su vida ese encogimiento del estómago al que se le suele decir miedo, el shérif Bronson intentaba recordar la última vez que se había confesado.

Tomásvolteó haciaPedro, elcual volteóhacia Ramón,que estabaobservando aCarlos conun ojoy alasesino desu padrecon elotro.

Un   cuervo   graznó.   Su   arrugada   mano   descendió         mi li mé tri ca men te              hacia                la              funda             de               su               pistola.


En realidad nunca se supo cuál de los cuatro disparó primero, pero todos y cada uno de los habitantes del pueblo pueden asegurar que, una vez terminada la balacera, los hijos de “Perro Loco” Ortega habían desparecido en una nube de humo. Dejando detrás el sangrante cadáver del septuagenario Shérif Bronson y todos los vidrios rotos de su oficina, además de que, una de las balas, confundida sin duda en la refriega, acertó justo en el centro del viejo reloj de pared, descomponiéndolo sin esperanza de ser reparado.

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