El anciano shérif Bronson observó el reloj de pared de su oficina. Las tres menos cuarto.
Cabalganvelocescruzandoeldesiertoconganasdesangreyvenganza.
Quedó pensativo durante un momento, sólo se escuchaba el tic tac del reloj y como el cigarro se quemaba sobre sus labios. Por la ventana se colaba el resplandor anaranjado del crepúsculo.
Alolejosyapodíanverlasiluetadelpuebloelhumodelherreroyelruidodelmercadocerrándose.
Apresuraronsuscaballosfustigándolosconganas.
Tanteó el viejo revolver en el costado de su chaleco, su leal Smith & Wesson le había salvado el pellejo más de una vez. [Recordó esa mañana cuando el viejo “Perro Loco Ortega” lo sorprendió saliendo hacia la iglesia. Desde ese día la señora Bronson jamás se había vuelto a quejar de que llevara el revolver hasta a desayunar]. Dejando salir un largo y deprimente suspiro, el viejo shérif Bronson se levantó de su asiento y, ca, mi, nó len, ta, men, te, hacia la puerta.
Lasmujeresescondíanasusniños, lostenderoscerrabansuspuertas, inclusoalborrachodelpuebloseleolvidósulamentableestadocuandopresencióelapocalipsisdeSanJuan.
Ahí estaban: Guerra, Victoria, Hambre y Muerte. Listos para desatar el infierno en lo que el viejo Shérif consideraba lo más cercano al paraíso en la tierra.
Lomiraronfuriosos perotranquilosy conunasangre fríaquenunca seleshabía vistoaninguno deloscuatro. Todosintentabancontrolar larespiracióndespués delacabalgata.
El shérif no pensó, al momento de meterle dos balas a "Perro Loco" justo por arriba de la nariz, que el padre asesinado sería vengado por no uno, no dos, y no tres, sino por sus cuatro hijos.
Ahora, enfrentándose con su destino, sintiendo por primera vez en su vida ese encogimiento del estómago al que se le suele decir miedo, el shérif Bronson intentaba recordar la última vez que se había confesado.
Tomásvolteó haciaPedro, elcual volteóhacia Ramón,que estabaobservando aCarlos conun ojoy alasesino desu padrecon elotro.
Un cuervo graznó. Su arrugada mano descendió mi li mé tri ca men te hacia la funda de su pistola.
En realidad nunca se supo cuál de los cuatro disparó primero, pero todos y cada uno de los habitantes del pueblo pueden asegurar que, una vez terminada la balacera, los hijos de “Perro Loco” Ortega habían desparecido en una nube de humo. Dejando detrás el sangrante cadáver del septuagenario Shérif Bronson y todos los vidrios rotos de su oficina, además de que, una de las balas, confundida sin duda en la refriega, acertó justo en el centro del viejo reloj de pared, descomponiéndolo sin esperanza de ser reparado.
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