jueves, 11 de octubre de 2012

Cambio Drástico


Morí atropellado al salir de un restaurante.
No es como yo lo hubiera deseado. Para mi muerte hubiera preferido algo más original.
No hablo de algo heroico como sacrificarse por algún inocente en tiempos de guerra (aunque, ahora que lo pienso, eso dejaría una buena imagen para los desconocidos familiares que asistan al velorio), sino algo más tranquilo.
Un paro cardiaco mientras duermo, una inyección letal indolora, cualquier cosa que sea menor a un sobresalto.
Soy un hombre de nervios frágiles, el menor ruido sorpresivo puede hacerme pegar un brinco.
Así que podrán imaginar que el súbito rugido del claxon, el estridente chillido de las llantas al frenar infructuosamente, o los gritos de los transeúntes prontos a ser testigos del accidente, me dieron un susto de muerte.
El volkswagen color turquesa simplemente vino a terminar el trabajo.
El accidente ocurrió, y no hay nada que pueda hacer para remediarlo. Muerto estoy y muerto me quedaré; esta no es una de esas historias de Poe o Lovecraft donde uno puede ir y volver del y al más allá como Pedro por su casa.
No, esto es “The real thing”, la mera verdad.
No estoy furioso con los responsable, aunque podría pasar la eternidad persiguiendo y espantando a los responsables y sus descendientes (como al alocado muchacho que de aprendiz detrás del volante se volvió homicida frente al jurado. O a la policía que lo desvió de su camino, o al dueño de la joyería a la que me dirigía que decidió poner su establecimiento al otro lado de la calle). No fue su culpa, los accidentes pasan y yo soy la viva prueba. Bueno, la muerta prueba.
Con lo que estoy furioso es, en realidad, con la incapacidad de terminar lo que tenía planeado. Mi vida estaba “in cresendo” en varios aspectos. Ganaba más en el trabajo, me había recuperado de una fea temporada con neumonía y salía más con mis amigos.
Pero el aspecto que más me interesaba era justamente el que no se desarrollaba tan rápido como los demás.
Ese aspecto se llamaba Helena. Con hache.

Déjenme valerme de la invención de H. G. Wells y remontarlos a todos medio año atrás.
Finales de marzo, empieza la primavera.
A un lado de la oficina donde trabajo, hay una pequeña plaza pública, la cual sirve de punto de convivencia para los rayos del sol y las brisas que suben desde el muelle.
Además, la posición de la plaza es tan lejana a cualquier avenida de Torrevieja que no hay la mínima necesidad de algún estruendo que irrumpa en mis horas de ocio.
Es en esta plaza donde yo había decidido pasar mis almuerzo.
Algo tiene la verde sombra de los árboles junto con el suave silbido del viento y ese tipo de cosas agradables que uno re-descubre al iniciar de nuevo la primavera, que me ha atraído cual vil clip a imán de escritorio (artículo de pertenencia casi obligatoria en mi trabajo).
Cuidándome de vulgares roedores al acecho de cualquier tipo de alimento (los he visto llevarse hasta la más extravagante cantidad de comida), siempre me había sentado en el mismo corredor de la plaza, con vista a la fuente.

El sonido de agua cayendo sobre agua tenía un efecto melancólico en mi, por aún en estos momento de la “Post-vida” sigo sin entender por qué.
Nunca tuvimos una fuente en donde vivía con mi familia. Nunca experimenté una cercanía a la muerte bajo una cascada y nunca he tenido un beso bajo la lluvia.
Perdón, nuevamente debo rectificarme gracias a mi condición actual.
Nunca había tenido un beso bajo la lluvia.
De una manera más o menos irónica (pues de esas maneras trabaja la vida), aquello que llevó a mi vida a acelerarse de manera poco convencional fue el sonido de algo más cayendo en el agua.
Alguien más, cayendo en el agua.
Corrí al borde de la fuente, extendí los brazos y retiré de las turbulentas aguas con 20 centímetros de profundidad a lo que los libros y las películas me han enseñado que se llama “el amor de mi vida”.
Nunca supe, y supongo que ahora nunca lo sabré, qué fue lo que llevo a ese particular encuentro; la cadena de coincidencias que tomaron lugar para que:
  1. No se encontrara nadie más en la plaza para socorrer a la pseudo-náufraga.
  2. Ella eligiera esa plaza como paseo ese día. Y
  3. ¿Qué fue lo que le pasó?
Está bien, este tercer punto no tiene que ver con las coincidencias, pero las listas siempre se ven mejor cuando hay tres opciones, ni más ni menos.
Ahora entiendo que ese es el misterio que me seguirá durante toda la eternidad.
todos tenemos misterios en nuestras vidas, de los más sencillos como cartas que nunca llegan; hasta los más complicados, como el hecho de que, aunque ames a una persona con todo tu corazón por cualquier razón esa persona puede ser feliz con alguien más.
Estos les encanta a los amantes solitarios y melancólicos, que esperan cualquier momento para poder alzar los brazos al cielo y gritar groserías hacia las nubes.
Para mi, la intención de resolver este misterio, la más humana curiosidad fue la que me condenó con las tres sencillas palabras “¿Está usted bien?”.
según sus palabras, unos días después cuando celebrábamos nuestra primera cita, lo primero que logró ver después de salir de esa húmeda oscuridad que eran sus párpados empapados, fue el rostro de un joven, no mayor de treinta años, con una gran nariz, entradas premonitorias de calvicie entre los cabellos y una mirada amable. Jamás me habían descrito así y jamás pensé en una mejor forma de hacerlo.
Una vez fuera del agua pude presenciar en forma completa la última razón que tuve para morir.
Estaba ante la concepción de la belleza, me es imposible poner en tinta los sentimientos que experimenté al contemplarla alumbrada por la suave luz de la tarde.
Lo que si puedo decir es que los vestidos de verano siempre me parecieron las prendas de vestir con las que la belleza de las mujeres encuentran un nuevo horizonte, y no hay cosa que se le compare a ver una hermosa mujer.
Sobra escribir el vestuario que ella usaba esa tarde.

Hicimos el amor tres semanas después.
Ella tenía un departamentito en un edificio del centro, a un lado del estadio de béisbol.
Su cama era muy pequeña, tanto que ya no cabíamos si nos acostábamos el uno a un lado del otro. Y mi estatura hacía que eligiera entre taparme los pies o cubrirme el pecho.
Sentir la proximidad de su cuerpo me hizo temblar como no lo había hecho desde la primera vez que alguien me había robado el aliento.
Me sentí desvanecer cuando, envueltos en el abrazo, mis manos bajaban por su espalda, mes dedos surcaban su piel y ese aroma que despiden las mujeres se introducía por mi nariz y me llenaba los pulmones, dándome la ilusión de que no necesitaría respirar de nuevo durante toda la vida.
Estar con ella era un renacimiento. Era descubrir el fuego, era empezar a hablar.
Siempre empezaba con un suave y tierno beso justo donde termina la mandíbula, a pocos centímetros por debajo de la oreja derecha. Sentía los vellos de sus brazos erizarse cuando bajaba hacia su pecho, besando cada pedazo de piel entre sus labios y sus senos.
Al terminar de desnudarnos, descubiertos el uno frente al otro, sentía perder mi individualismo. Sentía la incontrolable fusión de espíritus, de sexos, de alientos y suspiros.
Al final, con falta de aire y sábanas, ambos quedábamos de espaldas sobre la cama (yo con la mitad del cuerpo colgando fuera del borde del colchón) y, en un puro sentimiento de complicidad, como dos ladrones descubriéndose en la misma casa, reíamos larga y tendidamente.

Yo creía que las cosas saldrían bien. Como he mencionado antes, mi vida iba en camino de mejorar. Estaba amando por primera vez. Hasta el accidente.
La sigo amando, pero algo tiene la muerte que ya no sientes igual que antes Sigues teniendo sentimientos, pero todo se ve tan lejano que poco a poco uno va cargando con el peso de la distancia, y esa distancia acaba con todas y cada una de las ideas sobre “regresar”.

Así que ahora me dedico a pasar las horas observándola desde la lejanía, con el deseo de que siga bien con su vida, pero también con la ambición egoísta de que mi recuerdo esté presente en cada uno de sus días. Que volteé rápidamente cuando crea escuchar mi voz, que se le cristalicen los ojos con la´grimas al observa una de las incontables películas que vimos y no vimos. Que piense en mi con su nuevo amante dentro de ella. Y que, en cada uno, en todos los picos de placer, todos y cada uno de los orgasmos que le quiten el miedo a la muerte, pronuncie mi nombre entre gritos y jadeos, para así vivir en su sudor, en el aire que se le escapa, en el fondo de su corazón, en su sexo desnudo.
Eso es lo que intentaré lograr en todo el tiempo que pase aquí, vivir en Helena, con Helena y para Helena.