El cine “Reinosa” nunca, desde el
momento de su inauguración, había sido sitio de tantos y tan controversiales
acontecimientos.
La campaña para ampliar la cultura
de los ciudadanos de Torrevieja había traído festivales y compañías artísticas
de todo el mundo; la gente no podía salir a pasear sin verse rodeada por
músicos ambulantes, bailarinas sorpresa, lecturas dramáticas o teatro
invisible. Se llegó a tal grado de desborde artístico, que los que vivían en
departamentos rentaban sus balcones a aquellos deseosos de presenciar todo sin
cansarse por estar parados.
Las artes no le dieron tregua al
pueblo de Torrevieja, las paredes se vieron asediadas de lienzos coloridos; de
las coladeras brotaban los versos que adornaban las calles, y los enamorados
gozaban plenamente ya que sus encuentros estaban perfectamente amenizados por
las sinfonías que se deslizaban como aromas por el viento.
Pero, si en hoy en día le
preguntaran a cualquier habitante de Torrevieja que haya experimentado el
desenfreno artístico, qué fue, entre ese huracán de musas, aquello que causó el
mayor impacto, la respuesta sería, claramente, las películas.
El pueblo de Torrevieja contaba
solamente con dos formas de ver “filmes”; los martes por la tarde en el atrio
de la iglesia, donde el padre Torchino Correa exponía las películas religiosas
que guardaba en su videoteca personal (la mayoría bodrios de esa curiosa época
cuando el vaticano intentó adentrarse en la cinematografía).
Y el cine “Reinosa” el cual contaba
con dos salas donde se proyectaban, tres veces por día, cuatro días a la
semana, las películas que iban llegando. Antes de la llegada del festival, las
funciones de la misma película podían durar hasta dos semanas, tiempo
suficiente para que todo Torrevieja se supiera los diálogos de memoria.
Pero en la época festiva apenas
lograban durar lo suficiente para dos funciones. Algunas hasta tenían función única,
y no faltaba la que cortaban a la mitad por falta de tiempo.
Las salas del “Reinosa” se inundaron
de bailarines hindús, cosacos rusos, asesinos estadounidenses, héroes
franceses, vaqueros italianos, monjes tibetanos y demás cantidad de imágenes
que fluían hacia una audiencia que hasta ese momento sólo había presenciado las
patéticas aventuras amorosas del (ya no tan) niño bonito Cristóbal León.
El festival duró, desde que llegó el
primer artista hasta que se fue el último, siete años, diez meses y
veinticuatro días. Y durante ese tiempo, por más peculiar que parezca, sólo se
realizó un crimen.
Sólo uno en esos siete años, diez
meses y veinticuatro días.
Todo empezó, como suele empezar
todo, una tranquila mañana de sábado; el verano estaba por terminar pero el
calor aún se aferraba a los momentos que pudiera, así que la gente salía
preparada para aguantar los vientos del otoño próximo, y con una muda siempre
lista por si empezaban esos calores de cuarenta grados.
El dueño del cine “Reinosa”, Don
Rigoberto Doscado, se despertó de un humor maravilloso.
Doscado era un cincuentón que solía
lucir mucho más viejo de lo que era ya que siempre vestía ropas atrasadas en
respecto a la moda de Torrevieja. Además, la canosa barba de candado y la
barriga que cada vez le hacía más difícil verse los pies no ayudaban a hacerlo
parecer más joven.
Pero esa mañana nada de eso
importaba, ya fuera por el agradable clima que lo recibió en cuanto abrió las
ventanas, el aroma del café recién hecho que subía a su cuarto, ó las dos
curvilíneas veinteañeras completamente desnudas que seguían dormidas en su cama
después de toda la actividad de la noche anterior, Don Rigoberto Doscado se
levantó con ese agradable cosquilleo en la espalda que suele anunciar la
llegada de un día excelso.
Y, queriendo compartirles su
sentimiento de felicidad a los habitantes de Torrevieja, planeó un programa
especial para el “Reinosa”, eligiendo tres funciones únicas; algo que nunca se
había hecho en un solo día.
Como matiné eligió la comedia
búlgara sobre el colchón que cumplía los sueños de quien durmiera sobre él.
Como función de medio día eligió el
thriller australiano acerca de un asesino que regalaba joyería explosiva.
Como la función estelar decidió
estrenar, antes de lo programado, el drama sudafricano de como un campesino y
su eterna amada lograban sobreponerse a las adversidades de la vida, con un
final tan potente que sería una vulgaridad intentar ponerlo en tinta y papel.
Al acabar de redactar el programa de
ese día, Don Rigoberto volvió a su habitación donde lo esperaban las ya
despiertas pero aún desnudas curvilíneas veinteañeras.
Los tres se metieron bajo la
regadera y, justo cuando Don Rigoberto cerraba los ojos para mojarse la cara
con el deseo de no despertar de tan agradable sueño, las dos muchachas, con
movimientos veloces, le cumplieron su deseo rompiéndole el cuello. Las
veinteañeras dejaron el agua correr, se cubrieron con las sábanas limpias del
armario, tomaron un montón de cartas sobre el escritorio de la habitación y se
perdieron en la marejada de artistas, sin que nadie nunca las volviera a ver.
Una hora después, cuando el
asistente personal de Don Rigoberto Doscado, Tomás Aguillón, lo encontró en el
suelo de su baño, empapado y frío pero con un gesto de satisfacción en el
rostro, llamó al cine para informar del supuesto accidente fatal y para
cancelar las funciones hasta haber enterrado a su patrón. Tomó el programa y
decidió usarlo para el día de la reanudación de las actividades del cine.
Durante la semana que duró el luto
por la muerte de Don Rigoberto, el padre Torchino Correa aceptó las
proyecciones de las demás películas en la iglesia del centro, siempre y cuando
todos los presentes rezaran diez Aves Marías antes de entrar, y al domingo
siguiente fueran a confesarse.
La demanda por las películas era tal
que al finalizar la misa dominical el fin de semana siguiente, la fila para
confesarse salía de la iglesia y le daba una vuelta entera a la cuadra.
El lunes siguiente por la mañana se
dio a conocer la noticia de que el programa cinematográfico que había sido la
última voluntad de Don Rigoberto Doscado sería utilizado ese mismo día. Así que
no hubo habitante en todo Torrevieja que no se lanzara hacia el cine “Reinosa”
para conseguir boletos; incluso se cuenta que el mismo padre Torchino Correa se
asomaba entre esas multitudes eufóricas que habían conseguido comprar su
entrada.
Tanta cantidad de gente consiguió su
boleto, que el cine sobrevendió las entradas y la película del colchón que
cumplía sueños estuvo a punto de ser cancelada porque la mayoría de la gente no
lograba guardar silencio al, ya dentro de la sala, encontrarse con parientes
lejanos que no habían visto en mucho tiempo, o con amigos de la infancia de los
cuales no tenían contacto alguno. Pero una vez que la luz se apagó y la bocinas
retumbaron con la música, todos tomaron sus asientos, ya fuera en las butacas,
los pasillos o incluso asomándose desde la puerta, y presenciaron lo que habían
ido a ver.
Los encargados del cine, al oír las
tremendas carcajadas que salían de la sala, fueron curiosos a ver si la
película era de verdad tan graciosa, pero con sólo ver unos segundos de la
proyección quedaron hipnotizados por las imágenes, por lo que buscaron un lugar
entre la audiencia y ahí se quedaron.
Gracias a esto la gente empezó a
llevarse las cosas gratis; empezaron con unos cuantos dulces, pero finalmente
una banda de revoltosos, liderados por el hermano de uno de los encargados del
cine, acabó por llevarse la máquina de palomitas de maíz.
La película búlgara fue tan bien
recibida, y con tanto éxito, que el cine programó su “re-función” para
los siguientes cinco días. Aún meses después de la proyección, la gente
seguía riéndose al recordar las desventuras y hazañas de los propietarios del
colchón.
Aquellos que no tenían ningún otro
plan para aquel lunes permanecieron en sus asientos, secándose las lágrimas de
risa y comentando sus escenas favoritas, ya fuera cuando la protagonista se
acostaba completamente desnuda y el colchón la iba cubriendo con todo tipo de
ropa ó cuando, a la mitad de la película, el vagabundo se quedaba encerrado en
una pastelería.
Algunos tenían tanto empeño en no
perder sus lugares que dejaban a la novia, al abuelo, al hijo, a cargo de
cuidar su asiento en lo que regresaban, y el pobre guardián quedaba a merced de
los voraces cinéfilos que harían todo lo posible por dejar de sentarse en las
pegajosas alfombras.
En las dos horas que duró el
intervalo entre películas, los pasillos y las dos salas del “Reinosa” se
volvieron algo muy parecido al mercado de los domingos. Como nadie quería salir
por miedo a no poder volver a entrar, los presentes pensaban saciarse de comida
de cine, pero hubo un límite y la comida como palomitas, gaseosas, salchichas,
nachos y demás, se agotaron. Se corrió la voz por las calles de Torrevieja de
que en el cine “Reinosa” hacía falta harta cantidad de alimentos, pues había
cerca de quinientas personas hambrientas.
En menos de diez minutos de que la
primera persona sintió hambre que ya no podía saciar por la falta de palomitas,
entraron por la puerta principal, algunos hasta con sus carritos respectivos,
decenas de vendedores de frituras y chucherías.
Los baños del “Reinosa” pueden que
hayan sido la mejor instalación de tuberías de todo Torrevieja, y ese día no
tuvieron un solo momento de descanso. La fila para entrar era tan larga que
algunos se formaban en cuanto compraban alguna bebida.
Pero todo el ambiente verbenero fue
calmándose hacia la primera hora del medio día. Cuando la sala principal se
oscureció y la película australiana comenzaba, no se veía a nadie por los ahora
sucios y desastrosos pasillos. Incluso los vendedores de comida, que habían
entrado todos sin boleto, estaban sentados entre los espectadores, pendientes
de lo que pasaría.
Si para la película búlgara se
ocuparon quinientos de los quinientos asientos disponibles en la sala, para la
película australiana apenas podías abrir la puerta y entrar sin golpear a siete
personas.
A diferencia de la película
anterior, donde hasta el menor movimiento de los actores causaba múltiples
carcajadas de la audiencia, durante la película australiana los espectadores
estaban al borde de sus asientos, y cada vez que algún personaje recibía el
fatídico estuche rojo con la joyería letal, se podían oír las exclamaciones de
horror de aquellos, casi la mayoría, impacientes por que se efectuara la
captura del criminal.
Para el final, cuando las luces
volvieron a alumbrar la sala y los créditos terminaron de recorrer la pantalla,
la gente no se movía de su lugar, intentando comprender la maldad en el corazón
del homicida para cometer crímenes atroces. Pero poco a poco fueron
levantándose y retirándose, tanto de la sala como del cine, aquellos que
estaban tan impactados por el final de la película que no podían recordar que
aún faltaba una tercera función.
A la mitad del intermedio los
presentes empezaron a recuperar la compostura, los puestos de comida volvieron
a abrir y, lentamente, la sombra de la película se fue desvaneciendo de la
mente de los espectadores y empezaron de nuevo las risas, los gritos y el
desorden que había caracterizado la primera parte del día.
Antes de entrar a la tercera función
se abrieron las puertas del “Reinosa” para todos aquellos que quisieran entrar
a verla, pero sirvieron para el efecto contrario ya que una gran cantidad de
presentes, por temor a contemplar otra película que los traumara tanto como la
anterior, dejaron sus butacas y se retiraron de las instalaciones, dejando
solos a los cinéfilos empedernidos y a una que otra parejita de enamorados, que
no buscaban una maravilla del celuloide, sino estaban más interesados en
encontrar una soledad mutua en la oscuridad de la sala del cine.
Son raras las ocasiones en las
cuales la tristeza se puede sentir en el ambiente. Al entrar a la tercera y
última función de ese lunes en el cine "Reinosa" se podía sentir lo
aletargado que se volvían los movimientos.
El tiempo parecía moverse mucho más
lento dentro en esa sala de cine que en cualquier otro sitio de Torrevieja. Era
como si los relojes no quisieran perderse detalle alguno de la proyección y
alentaran a sus manecillas para disfrutar cada instante.
Thomas Richardson, un
estadounidense, natal de Chicago, fue el primero en salir. Llevaba consigo nada
más que un boleto de camión hasta la frontera y su guitarra acústica, la cual
lo había acompañado desde que empezó su travesía por todo el continente. Ahora
sólo podía pensar en su casa, la cual recordaba acogedora en ese instante; y en
su familia, lo cual le hizo bajar la mirada y detenerse en la entrada del cine,
pensando en todo lo que se estaba perdiendo en ese momento. Pero el tercer
recuerdo que cruzó su mente fue el de una chica con ojos de agua, con largos
cabellos oscuros que le caían sobre los hombros, con unos labios que parecían
ahora susurrar su nombre. Thomas Richardson recordó todo esto cuando sintió la
fría brisa del final del verano rozarle el rostro y dejó salir un suspiro de
esos que sólo pueden soltar los tristes enamorados. Tomó el camión hacia la
frontera y compuso lo que hasta ahora se conoce como la canción más bella jamás
escrita, ya que es bien conocido que la música, entre más triste, más bella es.
Los siguientes en salir fueron una
pareja de viejos activistas políticos, los cuales habían ingresado a la tercera
función con la intención de reclutar a la mayor cantidad de gente posible para
su causa, repartiendo volantes y explicando consignas en cada uno de los
intermedios. Pudo haber sido cualquiera de los acontecimientos de ese día, pero
la pareja de revolucionarios octogenarios olvidó por completo su propósito
político y disfrutó de una cita en el cine como no habían tenido desde hacía ya
bastante tiempo. Al presenciar la tercer película, la mujer, de un par de años
menor que su pareja, no aguantó los sentimientos dentro de ella y, abrazando a
su marido, le pidió salir de la sala.
Al retirarse del cine, la pareja de
ahora ex-activistas caminó de regreso hasta su casa. Pasando por una antigua
esquina de la calle donde se habían visto por primera vez entre una multitud de
manifestantes, el marido sujetó a su esposa y la besó lenta y despreocupadamente,
de la manera en la que la gente mayor suele besar.
Después de esto nadie volvió a
verlos por las callejuelas de la ciudad, y aquel que se los encontraba en
alguna parte del mundo no veía sino a una enamorada pareja que parecía hacerse
más y más joven con el paso de los años.
Cuando la puerta de la sala del
Reinosa donde se proyectaba la película se abrió por tercera vez emergió
nuevamente una pareja, esta notablemente más joven que la anterior.
Recién egresado de la facultad de
economía, Alberto Rincón salía de la sala con su adorable y bella prometida
Rosalinda Amuzcarra.
Ellos dos apenas se habían conocido
hacia un par de meses, pero fue el amor de Alberto junto con la alegría de
Rosalinda lo cual llevó a los dos a considerar que, si la relación iba de
maravilla, el matrimonio no debía hacerse esperar ni un par de semanas.
Precisamente por ello habían asistido a las funciones del cine Reinosa de ese
día, ya que era el último que pasarían como novios, la última cita, el último
cortejo, o, como solían bromear los compañeros de Alberto, la última
oportunidad de escaparse.
La pareja caminó por el malecón
costero de Torrevieja, escuchando las olas romper contra las rocas del muelle,
sintiendo la brisa y enamorándose un poquito más el uno del otro con cada
minuto que pasaban juntos.
El olor a tierra mojada entra en esa
particular categoría de olores que, por una u otra razón, resultan gratos al
olfato humano. Suele estar relacionado con momentos felices o, más comúnmente,
con personas que tienen un alto grado de significado sentimental para aquel (o
aquella) que percibe el aroma.
Es de conocimiento común que, a
todos, el olor a tierra mojada los pone a suspirar y a sonreír de esa manera
idiota en la que sonríen los enamorados.
Con excepción, por supuesto, de
Mateo Suarez.
Nacido en el seno de una familia
católica, los padres de Mateo esperaban que este les resultara un alto e
importante miembro del clero, por lo cual lo colocaron, cuando tenía el mínimo
de edad requerido, en el colegio religioso más prestigiado y estricto de
Torrevieja y sus alrededores, El Colegio de los Dolores de la Purísima
Concepción de María.
Lo que ninguno de los adultos
esperaba era que el interés de Mateo por estudiar una carrera religiosa era el
mismo que tenía por terminarse los vegetales de su plato en cada comida.
Inexistentes.
Por ello, los cuadernos y tareas del
colegio sufrían el mismo destino que los vegetales, deslizados bajo la mesa a
merced del perro de la familia.
En realidad, lo único que impulsaba
a Mateo a salir de la cama y dirigirse al colegio día con día era la
oportunidad de, a la salida, visitar la vieja y enorme biblioteca de
Torrevieja.
En ella, Mateo encontró todo lo que
necesitaría en la vida. En ella había aventuras, había amor, había emoción.
Conoció piratas, hadas, detectives, tribus lejanas y hasta los rincones más
recónditos del planeta.
En esos momentos, Mateo Suarez se
volvió, innegablemente y para toda la vida, un un lector empedernido.
Pasados varios años, los padres de
Mateo, viendo ya el sueño de un hijo obispo caer en picada, y sin ganas de
aventarse tras él, impulsaron a su descendiente un su afán de devora-libros.
Poco después de que Mateo hubiera
entrado a la carrera, los libros fueron desplazados a segundo lugar en su
escala de prioridades cuando, frente a un café y por encima del lomo de su más
reciente lectura, la señorita Rosalinda Amuzcarra transitó durante su paseo
diario.
Había leído acerca del amor. Pero
incluso con perfecta memoria de pasajes de Tolstoi y Neruda, Mateo no encontró
nada en los libros que se comparara a la visión de los cabellos castaños y los
labios rojos de Rosalinda.
Así de rápido como los nervios y los
suspiros llegan cuando uno encuentra a la persona que le ha robado el corazón,
también los celos y los dolores en el pecho llegan cuando es conocedor de que
ese amor ya tiene a otro que le robe los suspiros.
Mateo arrastraba su alma.
Con el corazón hecho pedazos, el
lector enamorado no tenía ya las fuerzas necesarias ni para pasar de página.
Era un extraño masoquismo el suyo,
al espiar a su amada y su pareja cada que tenía la oportunidad.
Fue esto lo que llevó a las puertas
del Reinosa a abrirse por cuarta y última vez esa noche, dejando salir a la
pesarosa y melancólica silueta del joven Suarez.
Y fue él la única persona que
disturbó la paz en esos siete años, diez meses y veinticuatro días.
Muchos dicen que el pobre estaba
enfermo. Otros, que era víctima de mal de ojo por parte de una gitana
antiguamente enamorada de él. Y todos los demás aseguran que tanta lectura lo
llevó a perder la razón. Pero nadie sabe que, en realidad, lo que llevó a Mateo
acometer los actos delictivos de ese sábado por la noche fue la presencia de un
beso que debió de ser suyo.
Mateo idolatraba a Rosalinda, la
amaba de su propia manera, adorándola desde la lejanía. Pero esa velada, al
haber presenciado una película del tal magnitud sentimental como esa y, tiempo
después, haber sido espectador de una muestra de cariño tan amorosa como solían
tratarse Rosalinda y su prometido; Mateo no resistió más, volvió a su casa y
tomó un afilado cuchillo de picar.
Cuando la pareja se despidió frente
a la casa de Rosalinda, una hermosa construcción frente a la playa, Mateo tomó
por sorpresa a Alberto y, con la punta del cuchillo picándole la espalda, lo
empujó hacia el océano.
Rosalinda, que había olvidado
comentarle a su prometido unos cambios de última hora respecto al banquete de
bodas y la alergia mortal al coco de su tía, presenció incrédula el secuestro
de Alberto. Corrió tras ellos a la playa, justo cuando el sombrío secuestrador
sumergía la cabeza de su novio bajo la espuma de las olas nocturnas.
Mateo no supo como reaccionar antes
los suplicantes gritos de Rosalinda. No tenía idea de que ella pudiera estar
ahí, no debería de estarlo.
Alberto aprovechó el desconcierto de
su secuestrador y, por medio de sus forcejeos, logró liberarse de su agarre y llenar
sus pulmones con algo que no fuera agua y arena.
Rosalinda corrió hacia él,
encontrándolo con un fuerte abrazo mientras Alberto recuperaba el aliento.
Mateo los miró. No entendía lo que
pasaba frente a él. En realidad ya no comprendía nada. Lo único que pasaba por
su mente eran destellos de locura, destellos de amor por Rosalinda. Sintió el
agua de mar en su cintura, y el frío mango del cuchillo en su mano.
Observó por última vez esos cabellos
castaños empapados y cubiertos de espuma. Esos labios rojos oscuros bajo el
cielo sin luna.
Se llevó el filo hacia la garganta
y, antes de rebanársela, se le escuchó decir:
-Pues que me coman los
cangrejos-.
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