jueves, 1 de diciembre de 2011

Pieles

Tenía quince años cuando se me empezó a caer la piel. Fue un martes cuando me arranqué el primer pellejito, justo donde termina la palma y empieza el meñique de la mano derecha, pensando que era como cualquier otra costra. Sin saber que poquito a poquito se escaparía de mi ese otro que había permanecido conmigo hasta entonces
Ahora que lo pienso, mi piel tenía miedo. Por alguna razón, ya fuera que ella era la que sentía el viento o la lluvia antes que cualquier otra parte de mi cuerpo, ella sabía lo que sucedería en mi vida. Y por temor a que la culpara por ser ella la que me dejó sentir el calor de otra piel, o esos relámpagos de hielo que le recorren a uno el cuerpo de pies a cabeza, mi piel abandonó la causa y se dio a la fuga.

Siempre quise dedicarme a la vida de escritor; tengo una fascinación por contar historias que trasciende y supera la necesidad de decir la verdad, por lo que mis anécdotas tenían más de historia que de recuerdo.
Pero poco a poco me empecé a creer las mentiras que contaba.
Un día estaba contando la historia de cuando evite un asalto
a una multitud de mis compañeros. Algunos fascinados por el cuento y otros con una sonrisa ya que sabían que la historia era mucho menos interesante en realidad. Entre esas personas encontré a la que no me dejaría volver a dormir en paz.
Su nombre era Valeria, y el mundo pareció desvanecerse ante su mirada. Por un instante eterno me pareció dejar de existir en ese momento de cemento gris. Sentí mi cuerpo separarse como humo de cigarro y desvanecerse poco a poco. Y ella sólo necesito mirarme para hacerme reconsiderar todas las cartas de amor que había escrito en mi vida.
Pero, tan rápido como si ella hubiera parpadeado, volví a la realidad, a la ficción del robo. Acabé la historia con una broma absurda. Ellos rieron, ella no; me miró con curiosidad.

No la volví a ver sino hasta tres días después de ese incidente. Se me hacía tarde para una clase y corría escaleras arriba justo cuando ella bajaba los escalones. Yo estaba concentrado en llegar a tiempo y ella en no tropezarse al bajar que nos encontramos justo a la mitad, a punto de estrellarnos. Su rostro me tomó por sorpresa. La visión tan cercana de sus labios me robó las palabras. Pude notar la sorpresa en sus pupilas. Su minúsculo sobresalto ahogado que pudo haber sido insignificante para cualquier otro para mi tenía uno sólo.
Ninguno dijo nada. Ella bajó la mirada, murmuró una disculpa ininteligible y se marchó mientras yo me seguía preguntando qué había pasado. Sobra decir que no entré a la clase a la que corría. Ni a ninguna más de ese día.
Supe quien era gracias a un amigo en común. Tan sólo me dio su nombre, pero era más que suficiente. Así pude ponerle dueña a los pensamientos que me distraían cuando menos lo esperaba.

Entre las personas que conozco hay muy poco que creen que estamos regidos por una fuerza mayor. Que el destino sabe perfectamente lo que nos va a pasar y que nada de lo que hagamos puede afectar en algo nuestro futuro.
Otras pensamos que nada de eso importa. Que sólo sucede lo que está pasando. Que creamos nuestro presente y que el futuro está en algún lado.
El bolígrafo de Valeria pensaba exactamente ésto en el momento que se deslizó fuera de su mochila. Lo pensaba mientras rodaba fuera de su salón, bajaba por las canaletas del edificio, atravesaba el patio del colegio, subía el escalón de la cafetería y chocaba ligeramente con mi pie.

En el momento en que lo tomé entre mis dedos supe de quien era y cuando lo tenía que devolver. Lo guardé en el bolsillo de mi camisa y sentí a mi corazón palpitar con tanto esfuerzo que tuve que sentarme y respirar profundamente para no sentirme mal, sin considerar que tal vez mi músculo quería romper el hueso, la carne y la tela para estar un poco más cerca de la que él sentía sería su nueva dueña.
Ese día fue un martes y yo noté el pellejito por debajo de mi meñique.

La encontré bajo el sol de octubre. Su pelo marrón reflejaba el sol y se mezclaba con los árboles del fondo. Yo no tenía idea de que decirle, pero mis pies hicieron caso omiso de las protestas y me acercaron a ella.
Le toqué el hombro ligeramente. Nunca voy a poder olvidar esa sensación tan placentera de sentirla. Tan cerca, tan disponible. Ella volteó y, sorprendida, me miró de nuevo con su mirada que parecía desarmarme pieza por pieza.
Le entregué su bolígrafo y ella lo tomó sin verlo.
-Pensé que no te había encontrado- me dijo.
Las palabras me llegaron de golpe a la mente, sabía perfectamente lo que tenía que responderle.
-A veces suceden…-
Pero, con un roce de su mano en mi brazo me calló. Después la bajó hacia mi mano.
Me guiñó un ojo, sonrió y se alejó tan tranquilamente que, si no me hubiera quedado ahí parado aún con su esencia, la hubiera podido alcanzar en tres pasos.
Cuando volví a plantar los pies en la tierra, noté el pedazo de papel en mi mano.
Lo abrí como si fuera un regalo que te dan cuando faltan meses para tu cumpleaños.
"Tu mirada te delata, estás mucho más triste de lo que aparentas."
Me enamoré con doce palabras de tinta.

Truman Capote escribió alguna vez que cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo para auto - flagelarse.
A Capote se le olvidó mencionar que el amor hace exactamente lo mismo.

Ese mismo día me senté frente a mi cuaderno con la intención de escribir un ensayo para una clase la cual no importa realmente de que era. Quise empezar de manera narrativa, dándole un toque literario al escrito. Cuando acabé la quinta cuartilla me di cuenta que no había escrito nada aparte de describir, a partir de un cuento, la curva de sus labios, el brillo del centro de sus ojos, el olor a libro nuevo que parecía rodear el aire cada vez que su cuerpo volvía a cruzarme de oreja a oreja.
En ese momento experimenté dos sensaciones que nunca había sentido.
Primero sentí algo que tardé tiempo en definir; sentí como el pecho se me hinchaba desde adentro, como el aire que respiraba exigía salir como suspiros, como mis brazos necesitaban recargarse antes de caer indefensos hacia el piso. Estaba enamorado por primera vez.
Pero, además, sentí un fuerte ardor el las manos, y presencié como se formaban múltiples costras más en el dorso de ellas. Sentía como mi piel intentaba escapar, como ratas de un navío que se hunde, de ahí lo más rápido posible.

Entendí perfectamente lo que había leído en libros, estaba perdidamente enamorado. No comía, no bebía, no soñaba otra cosa que no fuera su recuerdo. Me tenía en tal grado de hipnosis que a veces su nombre se me escapaba entre los dientes al estar hablando de algo completamente fuera del tema.
Llegué a pronunciar su nombre en una exposición frente a mi grupo, ahí fue cuando supe era indiscutiblemente suyo y que no descansaría hasta que ella fuera completamente mía.

Planeé, como todos los que alguna vez han estado enamorados, los encuentros más inesperados. Sabía donde estaba y me aparecía ahí "por pura casualidad".
Claro, al principio me creí tan listo, haciéndola pensar que era mera coincidencia.
A los tres días me quedó bastante claro, con una sonrisa suya a través de los estantes de la biblioteca, que ella supo lo que yo hacía desde el primer momento en el que lo hice.

Estaba nublado el día que salimos. Fuimos a comer a un pequeño restaurante a unas cuadras de la escuela.
Hasta el momento en que nos sentamos frente a frente en la mesa cubierta con el mantel de cuadros rojos y blancos no nos habíamos dicho más de 50 palabras.
Comimos en silencio. No recuerdo bien lo que ordené, pero si recuerdo que fue lo más delicioso que pude haber probado en mi vida gracias a la presencia a menos de un metro de distancia.
Coloqué mis dos manos sobre la mesa cuando terminamos. Respiré profundamente y le hablé esperando que mi voz no me abandonará también.
-Tenías razón-le dije.-Estaba triste, estaba encadenado a algo que no sabía muy bien que era o que hacía. Pero ahora creo que ya puedo correr, ya puedo saltar, ya puedo…-
Puso su mano suave sobre la mía, la cual sentía áspera e insensible desde hacía varios días.
-Voy a irme-algo me atravesó el pecho- dentro de muy poco voy a mudarme muy lejos- me sentía pegado a la silla-y no creo que vuelva a saber de ti. O tu de mi.-
Nunca me había sentido tan impotente como en ese momento.
-Pero creo- continuó- creo que te quiero, creo que te conozco mejor que muchas personas, y a la vez no tengo idea de quien eres-.
Me sonrió, esas sonrisas que, por mucho que intentan no hacerlo, parten el corazón.
-No quiero que pasé algo malo, no quiero que te sientas mal, así que dejémoslo como está y no intentemos nada-.
Se acercó a mi por encima de la mesa, me dio un beso en la mejilla y dejó algo en mi mano.
-Fue un placer conocerte- me dijo al levantarse- espero volver a hacerlo algún día-.
Se fue, salió del restaurante y me dejó solo entre los comensales. Solo conmigo mismo.
Nunca había tenido tanta mezcolanza de emociones. Quería aventar la mesa y derrumbarme sobre ella.
Al final me levanté, pagué la cuenta y salí aún intentando comprender lo que sentía.

Ella desapareció de mi vida a los cuatro días. Ya nadie volvió a saber de ella, ya no se supo nada.
Al año y medio dejé de soñarla. Fue una mañana en la que me desperté raro y tardé medio día en razonar que me sentía incompleto esa jornada por el hecho de no soñar con ella.
Unos meses después de cumplir diecisiete descubrí que muy poca gente la había conocido, e incluso menos la recordaban. Todos hablaban de ella como una ilusión de persona. No pude estar más de acuerdo.
Varios meses después ya no pude recordar su rostro.
Cumplí dieciocho años el día que me empezó a crecer de nuevo la piel.

1 comentario:

  1. Esta historia no puede estar mas perfecta y mejor narrada.
    Soy una amante de los libros, y sin duda, esta es una de las mejores historias que he leído.
    El amor es una ilusión... o al menos eso dicen :)

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